lunes, 14 de diciembre de 2009

Para practicar sintaxis oracional

1. Aquella mañana, los hombres habían salido de caza y las mujeres se dedicaban a las labores del hogar.
2. El almirante era un hombre sano, cordial y de buena presencia.
3. Los excursionistas anduvieron por calles con casas de aspecto melancólico.
4. Sólo una vez había visto sir Walter al viejo vizconde y no conocía a ningún miembro de su familia.
5. Sir Walter y sus hijas habían llegado muy temprano al lugar del espectáculo y se ubicaron junto a una de las chimeneas de la sala octogonal.
6. Estas palabras intrigaron a Ana y le produjeron cierta inquietud, pero tenía mucha prisa y se marchó.
7. Ana se mostraba serena y razonable, pero, interiormente,no confiaba en sus posibilidades de triunfo.
9. La noticia del accidente había corrido entre los trabajadores y los marineros del puerto.
10. No existe relación alguna entre el volumen de una persona y la angustia del alma.
11. En los barracones suenan los platos y las parejas bailan animadamente.
12. Cerca, un rebaño pasta en los yuyos, las ovejas balan y se oye el silbido largo y ondulante de un tren.
13. El anciano trabaja ante una mesa llena de papeles, libros y diarios, en un despacho sencillo, junto a un balcón abierto.
14. El maestro Yuste hubiera sonreído irónicamente.
15. Durante un buen rato, el discípulo oye la vocecilla del Maestro y ve las blancas manos sobre el libro.

jueves, 15 de octubre de 2009

Analiza las siguientes construcciones

a. Pablo contemplaba a sus acompañantes de forma silenciosa.
b. Buscamos un tronco de árbol propicio para el descanso.
c. La inmensa noche caía sobre la inacabable llanura.
d. Entró la joven y prosiguió las cotidianas tareas del hogar.
e. Ya es la hora.
f. Una figura cumbre en la cuentística hispanoamericana.
g. Puso el autómovil en marcha y lo condujo lentamente; de pronto, le sobrevino una terrible fatiga.
h. Se instalaron en la Plaza San Martín, Esteban suspiraba aliviado, pero Pedro vigilaba con miedo a todos los demás.
i. Había llovido toda la noche, hasta pocos minutos antes del amanecer, y la calle del Cristo era un lodazal inmenso.
j. Los centinelas se miraron y obedecieron en silencio.
k. El dos de marzo de 1577, a las diez de la mañana, el Gobernador de Puerto Rico dictó las últimas palabras de su carta al Rey de España.
l. Estaba sentado en la terraza de La Fortaleza, bajo el fresco del de la mañana, y su mano distraída jugaba con la empuñadura de su fina espada toledana.
m. No llovía, pero la brisa húmeda presagiaba lluvia.
n. El escribano cordobés, siempre minucioso, tapó el tintero, colocó la pluma en la base y se puso de pie.
ñ. Luego se acercó a la baranda de la terraza y siguió con la vista al galeón Santa Dolores.
o. Doña Isabel, la hija del marqués, apretó con más fuerza el brazo de su padre y ocultó sus sonrisa tras la punta del abanico.
p. Frente a la Catedral el caballo dio un leve resbalón y Doña Isabel perdió el equilibrio durante unos segundos.
q. Aquí está el laberinto. ¡Un laberinto de márfil!
r. Yo, bárbaro inglés, revelaré ese misterio diáfano.
s. Después de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero los hechos más significativos perduran.
t. Volvió la señora y colocó ante él un gran vaso de leche y un platillo lleno de vainillas.
u. La casa se alborotó con ello, y a poco se conmovió todo el barrio del sur.
v. En ese patio jugaban entonces con un gato gris, una niña de unos once años y un niño de cuatro o cinco.
w. Benoit, joven y treintañero oficial de la marina napoleónica, abandonó su patria, tras el desastre de Waterloo, surcó los mares en la goleta La Chiffonne y, finalmente, la sociedad de Buenos Aires lo recibió gratamente.
x. El gordo gato gris saltó sobre sus rodillas y Benoit le acarició el lomo.
y. Doce años quedé en Buenos Aires, pero nunca crucé la cancela de la casa de Benoit.
z. Balzac, el gato gris, se estiraba, se incorporaba en la baulustrada de la azotea o alzaba la cabeza hacia la mesa de dibujo de Benoit.

viernes, 2 de octubre de 2009

Florida y Boedo, ¿verdad o ficción?

Literatura argentina de vanguardia

Por Reina Roffé

Las nuevas tendencias, entre ellas el ultraísmo, circularon en el ambiente literario argentino a través de revistas y periódicos desde 1920 hasta 1940 aproximadamente. Dos décadas de publicaciones y encendidas polémicas que aportarían una nueva sensibilidad para concebir el hecho estético. La reacción más acusada de los poetas fue contra el imperio de Rubén Darío y su expansiva influencia, aunque algunos no quisieron renunciar totalmente a cierta estela de americanismo que el nicaragüense universal dejó como impronta en la poesía. Propusieron, eso sí, eliminar la anécdota y las confesiones intrascendentes o, como pensó el joven Jorge Luis Borges, contraponer a la estética «pasiva de los espejos» la noción «activa de los prismas», procurando limpiar la poesía «de estigmas ancestrales» para alcanzar una «visión desnuda de las cosas» hasta que cada uno pudiera componer «su creación subjetiva».

En el número 16 de Martín Fierro, la revista literaria de vanguardia por excelencia, los martinfierristas señalaron que la nueva poesía «lejos de considerar la realidad, la vida cotidiana, como fines de expresión, toma esta como productos que es necesario asimilar, como excitantes de un espíritu esencialmente constructivo y creador». A los martinfierristas pronto les surgieron adversarios. Un par de calles de la capital argentina situadas en distintos sectores de la ciudad dieron nombre a dos grupos literarios aparentemente antagónicos: Florida, representado por muchos miembros de Martín Fierro, y Boedo. Los de Boedo se hallaban bajo el amparo de la editorial Claridady la revista Los pensadores, que aglutinó las expresiones de izquierda. Uno de los partidarios del pensamiento soviético y el realismo social, el escritor Alvaro Yunque, se refirió a estos dos movimientos literarios diferenciándolos del siguiente modo: «Boedo era la calle; Florida, la torre de marfil. Buenos Aires, cerebro de la Argentina, se vio así representada por dos grupos turbulentos, excesivos hasta la injusticia, las dos ramas estéticas que, desde el Renacimiento, o sea desde que nació al mundo occidental la teoría del arte por la belleza, del arte-forma, se han disputado la posesión del arte. En Florida: los neogrecolatinos, los estetas, los que cultivaban un arte para minorías, hermético y vanguardista. En Boedo: los antimitológicos, los socializantes, los que iban hacia el pueblo con sus narraciones y sus poemas hoscos de palabras crudas, cargados de sangre, sudor y lágrimas, los revolucionarios».

Muchos años después de la efervescencia de fuegos cruzados entre los partidarios de Florida y los de Boedo, Leónidas Barleta —poeta, narrador, autor y director de teatro asociado al grupo de Boedo— reconocería: «En realidad eran dos ramas opuestas de una misma inquietud compartida, despertada por la nueva situación que planteaba la triunfante revolución proletaria. Si bien se mira, los dos movimientos se completaban como las mitades de un fruto dehiscente: los de Martín Fierro querían “la revolución para el arte” y los de Claridad “el arte para la revolución”».

Hacia 1980, Borges se refirió a los grupos de Florida y de Boedo, especialmente a la polémica que mantuvieron, como una broma tramada por el escritor Roberto Mariani, que coqueteó con ambos grupos, aunque estaba adscripto al de Boedo. Todo surgió de la necesidad de poner a Buenos Aires a la altura de París, donde existían cenáculos y discusiones literarias. Entonces, se inventaron las diferencias del mismo modo que en una ficción. Según Borges, esos grupos fueron creados para llamar la atención, igual que en «un truco publicitario». «Yo hubiera querido ser de Boedo», confesó, «pero me dijeron que no, que ya estaba hecha la repartición, a mí me había tocado ser de Florida». Y ratificó que aquello había sido una suerte de chanza tomada en serio por los historiadores de la literatura.

Artículo extraído de la página del centro virtual cervantes.

Poema de Nicolás Olivari

Cuadro sipnótico de mi existencia


Diez horas, diez horas de almacén,
¡Diez horas, diez!
Sacos de garbanzos, "Petit Pois extrafins"
¡y fardos de té!

¡Rabia! ¡Rabia! ¡Veinte horas de rabia! 5
¡Rabia multiplicada!
La cabeza en Babia
y una mueca en la cara cansada...

Cuatro idiotas, calzados, vestidos,
¡y todavía vivos! 10
...en fin...
los pinte en su vida sin vida
esto: ¡nunca tuvieron noticia
de la muerte de Lenin!

Monograma en el viejo escritorio 15
que eyacula tinta,
uniendo sus burocráticos poros
un nombre se pinta.
¡Rosa! Como en el viejo Colegio Nacional
también aquí tu cifra fue grabada, 20
pero allá era sentimental
aquí es una puteada...

El patrón, un mastodonte:
cuello, cinco vueltas de grasa,
alma negra de polizonte, 25
chacal desjarretado
por el reumatismo,
tabla rasa
del mimetismo.

Yo no puedo concebir 30
que este hombre fue niño alguna vez,
lo ha debido parir
el espíritu precito de algún Juez.

El odio es una cisterna
que me vuelve el alma negra 35
con el odio y la rabia está la terna
que mi desesperación íntegra.
¡Cómo han mutilado mis ilusiones!
¡Cómo han deshecho a mi optimismo!
Han abierto el grifo oscuro de las cavilaciones 40
y me han perdido de mí mismo.
¡Mamá!, ¡mamá!, ¡mamá!
¡Oh! el grito tenaz, el grito húmedo
de lágrimas subterráneas... ya
estoy haciendo números... 45

No la poesía de las cifras aladas;
son números con la cola entre las piernas,
son números burgueses, no sirven para nada,
pero no insultan ¡no hablan, no humillan...!
Oh, el firulete que les hago, 50
¡son tiernas caricias!

¡Diez horas!, ¡diez horas de almacén!
¡Mamá, mamá, mamá!,
como cuando me llevaron pupilo a la escuela,
¿recuerdas?, ¡fuiste tan buena!, 55
¡oíste mi grito infantil!
¡Ahora es ronco y cómicamente varonil
pero es más triste... ¡Mamá!
¡Llévame de aquí!


Poema perteneciente a la obra La musa de la mala pata

Tres poemas de Raúl González Tuñón

JUANSITO CAMINADOR

murió en un lejano puerto-
El prestidigitador
poca cosa deja al muerto.

Terminada su función
-canción, paloma y baraja-
todo cabe en una caja,
todo, menos la canción.

Ponle luto a la pianola,
al conejito, a la estrella,
al barquito, a la botella,
al botellón, a la bola.

Música de barracón
-canción, baraja y paloma-
flor de campo sin aroma
Todo, menos la canción.

Ponle luto a la veleta,
al gallo, al reloj de cuco,
al fonógrafo, al trabuco,
al vaso y a la carpeta.

Su prestidigitación
-canción, paloma y baraja-
el tiempo humilla y ultraja,
Todo, menos la canción.

Mucha muerte a poca vida,
que lo entierre de una vez
la reina del ajedrez
y un poeta lo despida.

Truco mágico, ilusión,
-canción, baraja y paloma-
que todo en broma se toma,
todo, menos la canción.

CASA DE REMATE

Armatostes insignes! Todavía maduros,
cuánta vida a su orilla es hoy podrida muerte,
cementerio de gestos y voces y cenizas.

Armarios, mesas, cómodas, sillones,
que fueron vegetal estremecido,
aserradero y éxtasis.

Guardaron los secretos familiares,
como animales fieles y callados y lentos
¡compresivos!

El hogar, la provincia,
el adorno de los candelabros,
la represión sexual
y el deseo de los daguerrotipos.

Y cuántas frases célebres,
cuántos niños prodigio con violines,
cuánta vajilla fallecida,
cuánto termómetro,
cuánta carta con noticias que un tiempo conmovieron,
cuánto viaje que nunca realizaron
porque, a lo sumo, con los cuadros cirios
ardiendo todavía, alguien que sale,
alguien a quien se llevan
hacia la soledad y los gusanos,
hacia la nada activa.

Algo de abandonadas estaciones,
algo de teatro clausurado,
algo de recepción deshabitada,
algo de espectro real, concreto espanto,
y de naufragio sin naufragio.

DESPUÉS DE LA MUDANZA

EL NIÑO triste mira con asombro
el patio donde había cielo.
La marca que dejó en el muro
la fotografía de la boda.
El sitio donde estuvo el piano
(su música, como la lluvia).
La ventana donde el otoño
daba su luz a los malvones.
¿Y cómo la verá un día,
vaga, distante, en el recuerdo?

La carta que cayó del mueble
como una hoja del tiempo.

Para saber más de González Tuñón se puede visitar el sitio www.elortiba.org,
aquí también se pueden oír algunos de sus poemas musicalizados y su propia voz contando anécdotas de su vida.

LA INÚTIL DISCUSIÓN DE BOEDO Y FLORIDA

(Por Jorge Luis Borges)

La diputación de Boedo y Florida fue motivo de sorna para los más, de traviesa o malhumorada belicosidad para los empeñados en ella, y de tranquila consideración póstuma para alguno, que esta vez soy yo.
Rememoro el caso. Básteme señalar, en socorro del olvidadizo o desentendido lector, que allá por los inverosímiles días de la nueva sensibilidad guerrearon dos facciones literarias en Buenos Aires, y que la primera se dijo ser de Boedo y que a la segunda le dijeron ser de Florida.
Paso sobre algún accidente, por ejemplo, sobre el arriba mencionado, de que los de Florida debieron esa cortesana designación a una habilidad de sus adversarios, que les consiguieron, así, toda la disponible malquerencia demagógica de los mirones, y busco lo esencial. El dilema, como se entenderá, no es ficticio, y puede rebasar los círculos angostísimos que lo plantearon. La expresión argentina es una verdad no dudable - no sé si todavía de nuestro querer o ya de lo real-, y es lícito inquirir si Boedo o Florida, si lo popular o lo educado, han sido más fundamentales en ella.
Así considerado, el tema es de tan evidente significación, que no precisaré disculparme más de encararlo, sino de no atribuirle densos volúmenes. Empiezo por la discusión de los símbolos. Sospecho que fueron elegidos sin mayor conciencia y que se atendió más bien a un contraste grueso y de todos visible que a una precisa y delicada figuración de ambas maneras de arte. Florida, calle del desocupado paseo y de los saludos, no parece tener vocación de símbolo de una actividad literaria. Es calle para el "vacuus viator" de Juvenal, vacuo no tanto de moneda nacional como de zozobras, según la buena voluntad y la buena latinidad lo requieren.
Es calle de contemplación y de tránsito, no de realización. Además, la sola contribución de esa rambla al arte argentino, es de carácter desconcertadamente boedista. Aludo a las populosas representaciones de Juan Moreyra en la temporada 1890-1891, en el Jardín Florida, casi enfrente de la casa de Paraguay, donde serán propuestos, treinta cargados años después, los borradores de otro ya más antiguo y más sufrido destino gaucho: el de don Segundo. Esos percances de la distinción de Florida no son accidentales, según espero demostrarlo después. Boedo, como adverso símbolo de suburbio, es todavía menos afortunado. Boedo y San Juan, con su crasa conversión al ideal burgués, con la espesa guarangada de sus atestadas confiterías, con la iluminación lucrativa de sus avisos, con la soberbia de sus casas de departamentos, no es seguramente el suburbio.
Menos quiero avenirme a pensar que sea la realizada aspiración de Almagro o de San Cristóbal; las finas calles de barrio que son interrumpidas por Boedo no pueden entenderla o desearla: son ya perfectas en su género de felicidad sin escándalo, de modestia valiente. Triunvirato misma, que es una suerte de repetición de Boedo y que abunda en un parejo afán mercantil, me parece menos arrepentida de su suburbio. Triunvirato -pese al cinematógrafo noticioso y a las efusiones desagradables, aunque para mí sobrenaturales, de la radiotelefonía- cuida todavía sus glorietas de payadores, y la guitarra es sentenciosa en esas glorietas. (Es que Triunvirato se lleva mejor con Villa Crespo que Boedo con Almagro).
Pero el más adecuado símbolo de suburbio sería alguna calle predestinada a subalternidad y a distancia, alguna calle con mirada de pampa y tapiales claros, no el centro de un distrito. Sin embargo, la ascendencia o justificación de los símbolos es lo de menos; lo importante es su aceptación. Aceptemos, pues, esta simbología ocasional de Florida y Boedo, entendiendo por ésta los elementos plebeyos o, con mayor cortesía, los populares, y por aquélla los cultos. (Obsérvese, lateralmente, a la materia general de esta discusión, que al establecerse el caso dilemático de "civilización" o "barbarie", el criollismo era el encargado de la barbarie. Ahora, en esta mínima escaramuza actual de Boedo y Florida, el criollismo está con los de Florida, y la civilización, el entrevero inmigratorio, con los de Boedo.) (?)

* Diario La Prensa, Buenos Aires, 30-09-1928

Mito y realidad del grupo "Martín Fierro"

(por Nicolás Olivari)
Creo que ninguna generación literaria ha tenido la actuación casi permanente de una vigencia tan efectiva como la del grupo de la revista Martín Fierro. Historiar su origen o formación o alineación, es asunto un poco confuso, dado el tiempo transcurrido. Por otra parte, hay una amplia bibliografía sobre esos movimientos (Boedo-Florida) que configuran su mito y su realidad. Lo que puedo intentar aquí -como testigo físico de los llamados movimientos de Boedo y Florida- es aportar algunas experiencias vividas. Sin literatura. Apenas con un cierto afán cronológico. Periodístico de información.
Me duele no dar nombres, salvo los imprescindiblemente necesarios, porque podría cometer olvidos lamentables con buenos amigos. Pero debo decir, para su ubicación terminante, que el grupo Boedo, el primero que conocí fue capitaneado resueltamente por Leonidas Barletta, que era el más agresivo, e integrado por Elías Castelnuovo, Alvaro Yunque, Lorenzo Stanchina, Gustavo Riccio, muerto prematuramente, y algunos más de cuyos nombres no me acuerdo mucho. En el grupo Martín Fierro -no doy fechas porque no las ubico- el más estentóreo era Oliverio Girondo; el aglutinador, Evar Méndez; diría: ejecutivo o de relaciones públicas.
El grupo Boedo se reunía en la calle Boedo, casi esquina San Ignacio, una cortada de parrafadas electorales, en una humilde librería, propiedad de Francisco Munner, un catalán pintoresco y bondadoso. A los fondos crujían las viejas linotipos de Lorenzo Rañó, impresor de toda la literatura social de la época. Se editaban Los Pensadores, una colección de defectuosas traducciones de escritores rusos y otros autores de izquierda. Pequeños y sustanciosos tomitos de versos y una serie tremenda de novelas realistas, a veces pornográficas, para acentuar la diferencia con la prosa amerengada de La Novela Semanal. Estas ediciones, hoy inhallables, serían disputadas a peso de oro por los bibliófilos.
En ese tiempo hasta llegó a escribir su novelita el hoy crítico de cine Chas de Cruz, apenas adolescente, con un titulo que se las traía: El burdel de la judía. Los revendedores de toda esa faramalla eran los hermanos Rubli, actuales poderosos encargados de la reventa de Radiolandia, Vosotras, Goles, el Tony, Ahora, etc. Estos, entonces acometedores muchachos, fueron la salvación de nuestra bohemia, porque nos pagaban, ¡increíble!, por lo que escribíamos. En este grupo figuraban además los pintores Arato, Vigo, Facio Hebequer y el escultor Riganelli.
Boedo había trazado su formula de acción de la que no se apeaba. El slogan era: “El arte por el pueblo”. Formula simplista y tan vaga como nuestra supuesta ignorancia en la materia. Recuerdo -ésta crónica no puede ser sino recuerdos- que entonces publiqué mi primer libro de versos, o lo que fueran, en 1924, titulado La amada infiel, en contraste irónica con La amada infiel, de Amado Nervo, que hacía estragos en la juventud y en las modistillas. Lo editó Rañó, y no recuerdo haberle pagado nunca.
Mi libro era irónico, desenfadado, hiriente. Cuándo vieron los primeros ejemplares, parece que se reunió el cónclave director del grupo y dictaminaron que yo estaba “fuera de la cuestión” ¿Por qué? Me había atrevido a decir en un poema: “mi loco cardumen que anda en parranda- con Theodore de Bainville”, y esto otro: … “el son sonoro del viejo piano”. Se indignaron, y en cierto modo me consideraron traidor al movimiento y me expulsaron sin más. Me dolió; tenía la ingenuidad de los poco más de veinte años y admiraba ciegamente a mis censores. Como en el tango, salí a la calle desconcertado, y dio la casualidad que me encontré en la puerta de la librería con Raúl González Tuñón, quien había leído mi libro y le gustaba. Me abrazó, y al saber de mi cuita ya tuteándome, me dijo; “No importa, Te llevo a Florida”… Y así fue.
El grupo Florida, ya en plena efervescencia, funcionaba en el estudio del doctor Maglione, en la calle Viamonte. Allí me encontré con la acogida cariñosa, sencilla , fraternal diría de Evar, de Oliverio Girondo, de Marechal, de Borges, de Fijman, de Zía, de Molinari, de Enrique González Tuñon, que sería luego mi íntimo amigo, de Galtier, del afectuosísimo Ricardo Güiraldes y para mi asombro, con la bondad infinita del gran Macedonio. Me hice asiduo a las reuniones. Oliverio tan lleno de vida era tumultuoso y activo. Evar, reflexivo y constructivo. Entraban y salían Paco Luis Bernardez, Amado Villar, Pedro Juan Vignale, César Tiempo, Sixto Pondal Ríos, Ulyses Petit de Murat, RobertoArlt, Norah Lange y tantos otros. Roberto Mariani, finísimo espíritu equidistante, oficiaba de diplomático componedor entre Boedo y Florida . Porqué no nos odiábamos. Nos tolerábamos o nos sufríamos. Lo que caracterizó un poco el distanciamiento de ambos grupos fueron los famosos “epitafios” en los que a veces caía en la redada alguien de Boedo. Eso fue todo o casi todo. Los autores de los epitafios eran muchos pero sobresalieron por su humor candente los de Nalé Roxlo y los de Ernesto Palacio, que aún hoy, cuarenta años después, se citan y recitan en toda ocasión. Algunos fueron ciertamente mortales para postizos marbetes intelectuales.
En el periódico Martín Fierro cabía todo o casi todo. La brevedad obligada de esta nota, que no quiere ser histórica, me mueve a no alargarme. Rápidamente anoto que Martín Fierro estruendosamente al gran Ramón Gómez de la Serna, al músico Ansermet, y con un afilado estilo de cachada porteña al simpático e imperturbable F. T. Marinetti. Fueron años gloriosos de risas, humor, y entreveros. Contagiados por la trascendencia popular del periódico - popular, digo, porque se llegaron a vender veinte mil ejemplares-, aparecieron revistas colaterales, claro que sin su humor y sin su desenfado.
Recuerdo Proa, con Brandan Caraffa y Rojas Paz; Inicial con Ortelli, Síntesis, con el que fuera el intendente municipal de Buenos Aires, Dr. Carlos Noel: el mismo a quien Evar Mendez, nunca supe por qué, endilgó un romance o algo así, tremebundo y jocoso, que se titulaba Al chocolatero que está en la Intendencia. Por los aires sureños apareció Campana de Palo, del persistente grupo Boedo, con más palos que somatenes.
Nuestra juventud desemboca en tenidas gastronómicas de locura. Recuerdo el banquete que se dio (¿dimos?) en la Rural, a Ricardo Güiraldes, que acababa de publicar su Don Segundo Sombra.
Existe una foto, que si ya es historia, de sobremesa. Puede verse a toda la plana de Martín Fierro allí, a la sombra ya venerable de Juan Pablo Echagüe, Guillermo Korn, Manuel Galvez, Nerio Rojas y tantos otros. El gráfico documento que nos reunió fue reproducido innumerables veces, en cada oportunidad en que se habla de nuestra generación.
Entonces se escribía, se polemizaba, se discutía, se peleaba. Contra la partida, según el famoso manifiesto que redactó Oliverio. Nos ensartamos a la vez en una homérica polémica con jóvenes escritores y poetas españoles, quienes sostenían que un “meridiano intelectual” único, latino-americano. pasaba por Madrid. Nosotros les encajamos de prepotencia un meridiano de Buenos Aires, y su tango. Hasta le dimos un banquete a nuestro rezo ciudadano. Recuerdo, con orgullosa emoción, que Ricardo Güiraldes lo bailó con primorosos cortes de ciudadanía porteña. ¿Y qué más? Mucho más que la tristeza de los años idos me obliga a callar. Si no fuera bajamente sentimentaloide agregaría: para no llorar. La mayoría de los jóvenes que hicieron Martín Fierro eran entonces, a la vez, redactores del diario Crítica. Allí bajo el ala protectora de Don Natalio Botana y la sonrisa esquinera del Malevo Muñoz. continuamos el tiroteo. Hasta que …¿llegó el tiempo de la pausa? No sé. Lo que sí sé es que nuestra generación, por casualidad, oportunidad buscada y merecimiento hoy innegable, llenó un vacío existente en la literatura argentina, desde el año veinte al treinta más o menos, con poemas, prosas, ensayos, estudios. Todo entre bromas y carcajadas, pero con una autenticidad y una seriedad de trabajo, inspiración y propósitos que han hecho que decir todavía hoy “la generación de Martín Fierro “, obliga tanto al pasmo como a la atención.
Revista Testigo (número 2, 1966, Buenos Aires)

Literatura argentina: grupos de Boedo y Florida

A fines del siglo XIX comenzó a reflejarse en la literatura argentina la tendencia anárquica que caracterizó a esa época de inmigración constante y de dificultades económicas. Como sucedió un siglo después con otros autores, algunas obras eran consideradas como literatura de izquierda porque señalaban las presiones soportadas por los sectores de menores recursos: obreros y desocupados, personas perseguidas cuando se organizaban para defender sus derechos.
1922: Grupo de Boedo...
Así surgió en 1922 el denominado Grupo de Boedo que tuvo como padrino a Nicolás Olivari (quien fue uno de los primeros en alejarse), ya que según lo expresado por Elías Castelnuovo en 1930:
“...a él se debe la promoción del grupo. Porque él me buscó a mí y a Barletta y entre los tres lo fundamos.”
Boedo y Florida...
En el diario La Prensa, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, más conocido como Jorge Luis Borges, refiriéndose a esa agrupación y al Grupo de Florida, escribió “que la primera se dijo ser de Boedo y que a la segunda le dijeron ser de Florida” destacando que “los de Florida debieron esa cortesana designación a una habilidad de sus adversarios”. En realidad, lo expresado por Castelnuovo a fines de la década del ’20 explica tal circunstancia: “...yo bauticé a los de Florida. Los de Florida se llamaron así porque así le pusimos nosotros. Ni siquiera los dejamos escoger nombre...”
Una anécdota aproxima a la interpretación de las relaciones entre ambos grupos ya que “Alberto Pinetta recuerda en su libro Verde memoria que fue el editor Antonio Zamora el de la ‘feliz ocurrencia’, cuando, de acuerdo con Castelnuovo, mandó ‘pintar un enorme letrero’ que contenía esta lacónica pero significativa inscripción: Boedo contra Florida.
El humorista Arturo Cancela propuso una vez fusionar ambos grupos bajo la común e híbrida denominación de Escuela de la calle Floredo”, aludiéndose así a la céntrica calle porteña donde se manifestaba la influencia del estilo de vida en las capitales europeas, en contraste con el barrio de Boedo, con sencillas viviendas de obreros e insoslayables signos de carencias...
1924: Disidencias e intentos fallidos...
El 25 de julio de 1924, Roberto Mariani publicó en el periódico “Martín Fierro” una carta abierta titulada Martín Fierro y yo. Enseguida se generó la reacción del grupo de Boedo con vehementes polémicas. En ese tiempo, Jorge Luis Borges ya había puesto en marcha la edición de la revista Proa (2ª época, primer número publicado en agosto de 1924) y eran codirectores Alfredo Brandán Caraffa, Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz. Aparentemente desde Proa pretendieron “crear un ‘frente único’ entre las distintas tendencias de la misma generación”.
1925: opiniones contundentes...
Un año después, en la revista La Campana de Palo - Quincenario de actualidades, crítica y arte-, afirmaron: “...Pasemos al otro grupo, al de Boedo. No existe sencillamente. Todo él queda reducido a dos nombres: Castelnuovo y Barletta... un escritor no hace grupo. Boedo no existe.”
“En enero de 1926, el nº 117 de Los Pensadores publica un editorial titulado ‘Nosotros y ellos’, que implica la más clara definición del grupo de Boedo y debe considerarse como su manifiesto: ‘La cuestión empezó en Florida y Boedo. El nombre o la designación es lo de menos. Tanto ellos como nosotros sabemos que hay algo más profundo que nos divide. Una serie de causas fundamentales fomentaron la división. Excluidos los nombres de calles y personas, quedamos en pie lo mismo, frente a frente, ellos y nosotros. Vamos por caminos completamente distintos en lo que concierne a la orientación literaria; pensamos y sentimos de una manera distinta. Repitamos que ellos carecen de verdaderos ideales. Fuera del presunto ideal de la literatura, no tienen otro ideal. La literatura no es un pasatiempo de barrio o de camorra, es un arte universal cuya misión puede ser profética o evangélica”.
“En agosto de 1926, Jorge Luis Borges afirmaba que ‘demasiado se conversó de Boedo y Florida, escuelas inexistentes”; pero “en 1928, en un artículo publicado en La prensa titulado ‘La inútil discusión de Boedo y Florida’, más allá de sus conclusiones... parece aceptar la existencia de los dos grupos y su polémica.”
Cerca del ocaso...
Durante la presidencia del doctor Marcelo Torcuato de Alvear, “mientras el radicalismo es una nueva versión del liberalismo, los intelectuales de izquierda y de derecha cuestionan al liberalismo, pero sin superar sus propias limitaciones de origen pequeño burgués. La falta de tensiones con que la realidad es aprehendida, hace posible la eventual lenidad y transigencia de las posturas y la permeabilidad de los grupos enemigos. Además, en la camaradería sin distingos del oficio se trata de paliar la soledad de los escritores en una sociedad mercantilizada que los posterga inexorablemente”, escribió el profesor Carlos Giordano a mediados de la década del sesenta.
Discusiones necesarias...
En las declaraciones de Castelnuovo de 1930, aparece esta afirmación: ‘tanto Boedo como Florida sirvieron de pretexto para iniciar una discusión que por entonces era necesaria. Muerta la discusión, ambos grupos pasaron a la historia’.
Esta afirmación resulta un tanto exagerada, pero de todos modos subraya una circunstancia muy peculiar que permitirá luego llegar a conclusiones importantes: más que definirse por sí mismos, los dos grupos, en particular el de Boedo, se definen por oposición de uno respecto del otro.
Allí se apoya esa extraña dependencia mutua y la constante necesidad de ‘tenerse en cuenta’ que a veces ha sorprendido a los críticos e historiadores de nuestra literatura.
Ya en 1924 Barletta había redactado (llevaba las firmas de Barleta y Olivari) un cartel que tenía por título “¿Con Gálvez o con Martínez Zuviría? Este cartel se pegó por las calles y -entre otras cosas- decía: ‘Hacemos realismo porque tenemos la convicción de que la literatura para el pueblo debe ser sincera, valiente; debe contener la nota agria de la verdad dicha sin limitaciones y el sollozo sordo de la miseria y del dolor”. Anunciaban su propia revista ‘donde los escritores que hicieran sano realismo enfrentarán a los que viven de la literatura falsa, romántica y hueca’. Esta especie de manifiesto terminaba así: ‘Nuestro lema es continuar haciendo la revolución en los espíritus. A la literatura de Martínez Zuviría, que falsea la vida y el amor, le contraponemos la obra del gran novelista Manuel Gálvez, y de Héctor Pedro Blomberg, Juan Pedro Calou, Olivera Lavié y de un sinnúmero de escritores audaces y valientes que han querido decir su pequeña o grande verdad. Como vemos: una definición por oposición a un contrario cuyos defectos sirven como punto de partida para estructurar en líneas muy generales un programa diferente y mejor. Claro que este proceder no es privativo de este solo movimiento literario; no otra cosa hicieron los de Florida respecto del modernismo y del sencillismo.”
Sabido es que a fines de 1927 ya no se editó el periódico Martín Fierro y en consecuencia, era insoslayable la disolución del grupo de Florida así como en los años siguientes tampoco se manifestaba el grupo de Boedo.
En la década del ’60, el profesor Carlos R. Giordano destacó que “el año 1930 marca... algo así como la irrupción en la Argentina de la tremenda crisis... También reiteró que “Florida persiguió la renovación puramente artística, en tanto Boedo buscó la transformación social, concibiendo la literatura como un instrumento para lograr esos fines. Es también posible reducir estos dos reformismos a la general “expresión del fracaso y de la soledad espiritual de las capas medias urbanas”... En consecuencia, insiste en que “el golpe del 6 de setiembre sorprendió a los escritores de Boedo tanto como a los martinfierristas. Si habían carecido de conceptos críticos capaces de prever los acontecimientos, era lógico que en un primer momento tampoco pudieran interpretar la magnitud y complejidad de lo que ocurría. El antirradicalismo de Boedo lo precipitó, como afirma Adolfo Prieto en Literatura y subdesarrollo a ‘una imposible luna de miel con la reacción que truncó al gobierno de Irigoyen’; cierto que esta ‘luna de miel’ duró poco, pero ello no la hace menos significativa”. Siguiendo las conclusiones del profesor Carlos Giordano:
Legado de escritores de Boedo...
Si quieren leer algunos textos de los escritores de Boedo...


Nicolás Olivari fue quien convocó a narradores y poetas para integrar ese grupo literario y aunque fue el primero en alejarse, es oportuno que sean sus versos los que inician esta recopilación.
La costurerita que dio aquel mal paso.
“La costurerita que dio aquel mal paso
y lo peor de todo sin necesidad...”
bueno, lo cierto del caso
es que no le ha ido del todo mal.

Tiene un pisito en un barrio apartado,
un collar de perlas y un cucurucho
de bombones; la saluda el encargado
y ese viejo, por cierto, no la molesta mucho.

¡Pobre la costurerita que dio el paso malvado!
Pobre si no lo daba... que aún estaría,
si no tísica del todo, poco le faltaría.

Ríete de los sermones de las solteras viejas;
en la vida, muchacha, no sirven esas consejas,
porque, piensa ¿si te hubieras quedado?
Nicolás Olivari.
De La amada infiel.

Balada de la oficina
Entra. No repares en el sol que dejas en la calle. El sol está caído en la calle como una blanca mancha de cal. Está lamiendo ahora nuestra vereda; esta tarde se irá enfrente. Entra. No repares en el sol. Tienes el domingo para bebértelo todo y golosamente como un vaso de rubia cerveza en una tarde de calor. Hoy, deja el perezoso y contemplativo sol en la calle. Tú, entra. El sol no es serio. Entra. En la calle también está el viento. El viento que corre jugando con los fantasmas. Fantasma él también, pues no se ve con los ojos de la cara, y se le siente. El viento está jugando; ya corriendo una loca carrera por en medio de la calle; ya golpeándose las sienes contra las paredes de las casas; ya deshilándose en las copas de los árboles... f... f... f... f... El viento es juguetón como un recental; esto no es serio. Tú, entra.
Deja en la calle sol, viento, movimiento loco; todo, entra.
¿Qué podrías hacer en la calle? ¿No tienes vergüenza, estúpido sentimental, regodearte con el sol como un anciano blanco, y esqueletoso, y centenario? ¿No te humillas, en tu actual situación de muchacho fornido, dejarte forrar por el viento como una hoja dentro de un remolino?
¡Y la lluvia! No te avergonzaré recordándote que los otros días estuviste tres horas, ¡tres horas!, contemplando tras la vidriera del café, caer y caer y caer, monótonamente, estúpidamente, una larga, monótona y estúpida lluvia. Entra, entra.
Entra; penetra en mi vientre, que no es oscuro, porque, ¡mira cuántos Osram flechan sus luminosos ojos de azufre encendido como pupilas de gata! Penetra en mi carne, y estarás resguardado contra el sol que quema, el viento que golpea, la lluvia que moja y el frío que enferma.
Entra; así tendrás la certeza -que dará paz a tu espíritu, de obtener todos los días pan para la boca de tus pequeñuelos. ¡Tus pequeñuelos, tus hijos, los hijos de tu carne y de tu alma y de la carne y del alma de la compañera que hace contigo el camino! Yo te daré para ellos pan y leche; no temas; mientras tú estés en mi seno y no desgarres las prescripciones que tú sabes; jamás faltará a tus pequeñuelos, ¡los pobres!, ni pan, ni leche, para sus ávidas bocas. Entra; acuérdate de ellos; entra.
Además, cumplirás con tu deber. Tu Deber. ¿Entiendes? El trabajo no deshonra sino que ennoblece. La Vida es un Deber. El hombre ha nacido para trabajar.
Entra; urge trabajar. La vida moderna es complicada como una madeja con la que estuvo jugando un gato joven. Entra; siempre hay trabajo aquí.
No te aburrirás; al contrario, encontrarás con qué matizar tu vida. (Además de que es un Deber.) Entra. Siéntate. Trabaja. Son cuatro horas apenas. Cuatro horas. Pero eso sí; nada de engañifas ni simulaciones ni sofisticaciones. ¡A trabajar! Si tu labor es limpia, exacta y voluntariosa -voluntariosa sobre todo-, los jefes te felicitarán. Tú estás sano; puedes resistir estas cuatro horas. ¿Has visto cómo las has resistido? Ahora vete a almorzar. Y vuelve a hora cabal exacta precisa matemática. ¡Cuidado! Porque si todos se atrasaran se derrumbaría la disciplina y sin disciplina no puede existir nada serio. Otras cuatro horas al día. Nadie se muere trabajando ocho horas diarias. Tú mismo dime: ¿no has estado remando el domingo once o doce horas cansando tus músculos en una labor con el agua que me abstengo de calificar por el ningún rendimiento que se obtiene? ¿Ves tú? ¡Y con inminente peligro de ahogarte! Yo sólo te exijo ocho horas. Y te pago; te visto; te doy de comer. ¡No me lo agradezcas! Yo soy así.
Ahora vete contento. Has cumplido con tu Deber. Ve a tu casa. No te detengas en el camino. Hay que ser serio, honesto, sin vicios. Y vuelve mañana y todos los días durante 25 años; durante los 9.125 días que llegas a mí yo te abriré mi seno de madre; después si no te has muerto tísico te daré la jubilación.
Entonces gozarás del sol y al día siguiente te morirás. ¡Pero habrás cumplido con tu Deber!
Roberto Mariani.
Cuentos de la oficina

Delirio materno
-Mama –dijo Mario, ¿le llevo el perrito al doctor Cucaracha?
-No; todavía no, he dicho. Cuando el animalito tenga unos días más entonces se lo llevamos.
-Pero hoy, indicó don Pedro, con estudiada indiferencia- puedo ir a tirar la perrita en la laguna.
-¿No se le puede dejar un par de días a la madre? –saltó doña María.
-Es peor, el animal se acostumbra y después ¿quién la saca? Doña Matilde dice, además, que la Valentina se puede enfermar con tantos cachorros.
¡Oh!, doña Matilde, ésa también es buena...
El hombre se rascó la cabeza y dijo:
-Pero decime un poco: ¿qué vas a hacer con tantos perros?
(De veras; ¿qué ocurrirá el día que los perros sean más buenos que los hombres?)
-Bueno, bueno; entonces mejor s no tener nada. Si son gallinas, vuelta a vuelta se las roban. Cuando uno empieza a agarrarles cariño, entra un sinvergüenza y las pone en la bolsa. Me gustaría encontrarme una noche con uno de esos, cara a cara. ¡Ibas a ver lo que le decía yo!
-Pero, la perrita, ¿para qué la querés? –preguntó don Pedro. –Nadie se queda con las perritas.
Doña María se apresuró a decir:
-El de la orejita manchada se lo prometí al lavandinero; el otro, el que parece una bolita, es para el doctor Cucaracha, y los otros dos hay que dejárselos al pobre animal para que no sufra más. Cuando sean grandes, se le sacan y ya veremos quién se los lleva.
-Pero la perrita –insistió don Pedro- hay que sacársela ahora para que no la sienta. Si o el animal se va a consumir con tanta cría.
Bueno, ¡qué embromar!, hacé lo que quieras. Me gustaría que te mordiera la mano...
Don Pedro, inexorable, se puso el saco y le indicó a doña María.
-Llamala a la Valentina, así sale afuera.
La mujer tomó un plato con comida y salió de la cocina:
-Valentina... vení.. tomá...
La pobre, la cucha y vivaracha como siempre, pasó por encima de sus cachorros temblorosos, con los ojitos casi cerrados y las trompitas húmedas de leche y corrió hacia donde estaba doña María. Miró con desconfianza a Fidel, advirtiéndole con un gruñido que no debía pasar a la cocina, y empezó a husmear en el plato.
Entretanto, don Pedro buscó la perrita y la ocultó dentro de su saco.
Los tres chicos, que observaban la maniobra, preguntaron.
-Papá, ¿podemos ir a la laguna?
Y... vengan.
Valentina barruntaba el aire inquieta. Fue a darle unos lametazos a la cría y pareció no darse cuenta de la falta.
Doña María masculló entre dientes:
-Es un crimen sacarle al pobre animalito.
-Pero, ¿no ves, sonsa, que ni se da cuenta? –replicó don Pedro, aliviado.
Valentina volvió a correr hacia sus peritos que estaban debajo del aparador de la cocina, se puso sobre ellos con las patas abiertas y asomó la cabeza con una expresión de desafío. Los cachorros, al olor de la madre, buscando con afán las ubres, empezaron a mamar minuciosamente. Pero Valentina volvió a ponerse en movimiento y los perritos rodaron entre sus patas, con mimosos gemidos de protesta. La perrita fue primero a olisquear a Fidel que se quedó inmóvil, de una pieza, con una pata en el aire. Y esto a ella le bastó para conocer sus intenciones, aunque carecía del don de la palabra.
(Todos sabemos que a los retratos de Leonardo da Vinci y a los perros solo les falta hablar.)
Luego, Valentina miró con ojos lastimeros a doña María, hizo una instantánea transición, para rascarse con la pata trasera detrás de la oreja, y fue hacia don Pedro. Levantándose sobre las payas y apoyándose en las rodillas del hombre, estiró el cuello. Su hocico fino y trémulo fisgaba el aire que ceñía a don Pedro. Y ladró dos veces, con un ladrido desafinado, roto. Miró otra vez a todos y volvió agitada a oler sus cachorritos. Fidel se creó en el deber de mostrarle su adhesión con un ladrido corto.
Doña María se enfureció.
-Pero, ¿por qué no se van de una vez en lugar de hacer sufrir así a estos animales? ¿Ustedes se creen que los animales son de piedra, que o tienen corazón... eh? ¡Quiera Dios que nunca te saquen un hijo de tu lado!
Entonces don Pedro se puso sombrío y empezó a caminar, seguido de los chicos. Tomaron por el lado de las vías del tren, por un senderito tortuoso entre grandes matas de cicuta. Y uno se daba cuenta de que la tierra, con todo aquello y con uno mismo, le pertenecía en algún modo.
Mario se atrevió a decir:
-Papá, ¿me la dejás llevar un poco?
Y don Pedro, sin responder, abrió su saco y le dio la perrita. Mario apretó el montoncito sedoso y tibio contra su pecho, encajándola en su cuello y cubriéndola con el mentón.
-Papá –preguntó Alberto, en un tono mezclado de interrogación y reproche-. ¿La vas a matar?
-La va a tirar en la laguna -contestó Pedrito por él.
Ya estaban a un paso del charco. Un hornero saltaba en los cuencos que dejaban en el barro las pisadas del caballo. Un renegrido se había asentado impávido en las ancas del animal. Por encima de la triste cabezota del caballo emergía, de un cielo ceniciento, una distante estrella.

Leónidas Barletta
De Historia de Perros.

Cómo se hizo este libro
La vida
es una sucesión de pequeñeces;
aquilatar el precio de lo íntimo
eso es cosa del Arte.
En este libro
se han detenido los instantes
y las cosas minúsculas,
y se han hecho poemas;
como por esos mundos
se han detenidos los guijarros
y se han formado las montañas.
Gustavo Riccio.
De Un poeta en la ciudad.
La revelación
Veinte años hacía que Segundo Fernández
por la acera de siempre y a tal hora, lo mismo
que si fuese un autómata, caminaba al empleo,
resignado a su vida siempre igual de utensilio.

...Caminaba esa tarde cuando oyó que a su paso
una voz femenina le gritaba a nos niños:
-¡Chicos, pronto al colegio, ya es la hora que pasa
el viejito de luto, pronto, apúrense, chicos!

Y esa tarde -¡esa tarde!- comprendió la tristeza
de su vida monótona; se sintió cual vacío;
trabajó desganado; no comió, pesaroso...
¡Y esa noche en la almohada sollozó como un niño!
Álvaro Yunque
De Versos de la calle.

Lecturas y síntesis: Nidia Orbea de Fontanini.

Información extraída de www.sepaargentina.com.ar

viernes, 18 de septiembre de 2009

La isla del tesoro (película)



La calidad, por la comprensión del archivo, no resulta muy buena, pero, el propósito es más didáctico que lúdico.

Ficha técnica de la película:

Título original: Treasure Island
Año: 1972
País: Inglaterra
Género: Aventuras Literarias
Duración: 90 min
Director: John Hough

Reparto: Orson Welles, Kim Burfield, Walter Slezak, Rik Battaglia, Ángel del Pozo, Lionel Stander, Jean Lefebvre, Maria Rohm, Paul Muller, Michel Garland, Aldo Sambrell, Adolfo Thous, Alibe, José Luis Chinchilla, Víctor Israel

Argumento: Jim Hawkins (Kim Burfield) es un joven inglés que trabaja en la posada de sus padres, "El Almirante Bembow", situada en un pueblo costero inglés. Un día llega al establecimiento un viejo bucanero llamado Billy Bones (Lionel Stander), que trae consigo un cofre con el mapa de "La isla del Tesoro". En él se revela el paradero de las formidables riquezas acumuladas por el Capitán Flint. Los piratas que componían la tripulación de Flint, entre ellos Perro Negro (Adolfo Thous), están buscando a Billy Bones para arrebatarle el mapa y poder encontrar el tesoro. Pero antes de conseguirlo el joven Jim, aprovechando que Billy Bones muere, roba el cofre y escapa. Jim pide ayuda al doctor Livesey (Angel del Pozo) y al Señor Trelawney (Walter Slezak), que deciden ir a la isla a por el tesoro. En el mundo de tabernas del puerto de Bristol, el Señor Trelawney lleva a cabo los preparativos para el viaje. Tras adquirir "La Hispaniola", una fragata que los llevará hasta la isla, la equipa con todo lo necesario y contrata a una tripulación. Entre ellos está Long John Silver (Orson Welles), que embarca como cocinero, pero que en realidad es un capitán pirata que, tras ganarse la confianza de Trelawney, consigue que un grupo de marineros a sus órdenes componga la tripulación. La aventura comienza.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Un señor muy viejo con unas alas enormes


La película está basada en el cuento homónimo de García Márquez:

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.


Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.


- Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.


Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y

decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.


El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.


Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.


El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.


El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.


Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.


Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.


Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.


Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.


Fuente: http://www.apocatastasis.com/senor-viejo-alas-enormes-garcia-marquez.php

lunes, 14 de septiembre de 2009

domingo, 13 de septiembre de 2009

La isla del tesoro

Sitios donde se puede leer esta novela de Robert Louis Stevenson:
Biblioteca virtual Miguel de Cervantes
La isla del Tesoro en Wikisource, quizás más cómodo para leer que el ejemplar de la Biblioteca Cervantes, porque al final de cada capítulo tiene enlace directo con el próximo, y no hay que volver continuamente al índice.
También en Bibliotecas virtuales se puede leer online esta novela.
Si quieren descargarlo fácilmente, en pdf:
http://www.librosgratisweb.com/pdf/stevenson-robert/la-isla-del-tesoro.pdf

sábado, 12 de septiembre de 2009

viernes, 21 de agosto de 2009

lunes, 17 de agosto de 2009

Consignas para los proyectos sobre Cortázar

Trabajaremos por grupos (no más de 5 personas).
El grupo seleccionará los audios que conciernen al mismo tema, por ejemplo, si elijo 'Casa Tomada', también tendré que elegir 'Interpretación sobre Casa Tomada' (en caso de duda, pregunten).
Muchos de estos audios tienen presentaciones en vídeo (youtube tiene buen material), sería interesante encontrarlos. Son también un buen aporte.
Buscaremos el texto del cuento en el que está basado el audio (en caso de Rayuela, sólo será necesario buscar La carta a Rocamadur, pero no se descarta que, per se, los alumnos busquen más textos).
A partir del texto escrito y del audio, tendremos que realizar presentaciones. Cualquier formato es válido (vídeos, presentaciones en power point, carteles, dibujos...)
Estas presentaciones se expondrán en clase.
Alternativa a este proyecto, en lugar de trabajar con estos audios, se pueden realizar audios de los cuentos que ya tenemos en nuestro poder (y que subiré pronto a este mismo sitio). En el caso de elegir esto, tendremos que hacer el audio propio y la presentación sobre el cuento, igual que en el caso anterior, en cualquier formato que nos permita la exposición.

Lecturas de Cortázar



Para ver todos los audios relacionados con Cortázar, hacer click aquí.

martes, 30 de junio de 2009

Martín Fierro a varias voces

JORGE LUIS BORGES: El escritor argentino y la tradición

Versión taquigráfica de una clase dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores y reproducida en el libro Discusión, J.L. Borges (Madrid, Alianza, 1997)

Quiero formular y justificar algunas proposiciones escépticas sobre el problema del escritor argentino y la tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. Creo que nos enfrenta un tema retórico, apto para desarrollos patéticos; más que de una verdadera dificultad mental entiendo que se trata de una apariencia, de un simulacro, de un seudoproblema.

Antes de examinarlo, quiero considerar los planteos y soluciones más corrientes. Empezaré por una solución que se ha hecho casi instintiva, que se presenta sin colaboración de razonamientos; la que afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía gauchesca. Según ella, el léxico, los procedimientos, los temas de la poesía gauchesca deben ilustrar al escritor contemporáneo, y son un punto de partida y quizá un arquetipo. Es la solución más común y por eso pienso demorarme en su examen.

Ha sido propuesta por Lugones en El payador; ahí se lee que los argentinos poseemos un poema clásico, el Martín Fierro, y que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas homéricos fueron para los griegos. Parece difícil contradecir esta opinión, sin menoscabo del Martín Fierro. Creo que el Martín Fierro es la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos; y creo con la misma intensidad que no podemos suponer que el Martín Fierro es, como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia, nuestro libro canónico.

Ricardo Rojas, que también ha recomendado la canonización del Martín Fierro, tiene una página, en su Historia de la literatura argentina, que parece casi un lugar común y que es una astucia.

Rojas estudia la poesía de los gauchescos, es decir, la poesía de Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, y la deriva de la poesía de los payadores, de la espontánea poesía de los gauchos. Hace notar que el metro de la poesía popular es el octosílabo y que los autores de la poesía gauchesca manejan ese metro, y acaba por considerar la poesía de los gauchescos como una continuación o magnificación de la poesía de los payadores.

Sospecho que hay un grave error en esta afirmación; podríamos decir un hábil error, porque se ve que Rojas, para dar raíz popular a la poseía de los gauchescos, que empieza en Hidalgo y culmina en Hernández, la presenta como una continuación o derivación de la de los gauchos, y así, Bartolomé Hidalgo es, no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino un eslabón.

Ricardo Rojas hace de Hidalgo un payador; sin embargo, según la misma Historia de la literatura argentina, este supuesto payador empezó componiendo versos endecasílabos, metro naturalmente vedado a los payadores, que no percibían su armonía, como no percibieron la armonía del endecasílabo los lectores españoles cuando Garcilaso lo importó de Italia.

Entiendo que hay una diferencia fundamental entre la poesía de los gauchos y la poesía gauchesca. Basta comparar cualquier colección de poesías populares con el Martín Fierro, con el Paulino Lucero, con el Fausto, para advertir esa diferencia, que está no menos en el léxico que en el propósito de los poetas. Los poetas populares del campo y del suburbio versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor, y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas populares sea un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras nativas, una profusión del color local. La prueba es ésta: un colombiano, un mejicano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los payadores, de los gauchos, y en cambio necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o Ascasubi.

Todo esto puede resumirse así: la poesía gauchesca, que ha producido –me apresuro a repetirlo- obras admirables, es un género literario tan artificial como cualquier otro. En las primeras composiciones gauchescas, en las trovas de Bartolomé Hidalgo, ya hay un propósito de presentarlas en función del gaucho, como dichas por gauchos, para que el lector las lea con una entonación gauchesca. Nada más lejos de la poesía popular. El pueblo –y esto yo lo he observado no sólo en los payadores de la campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires-, cuando versifica, tiene la convicción de ejecutar algo importante, y rehuye instintivamente las voces populares y busca voces y giros altisonantes. Es probable que ahora la poesía gauchesca haya influido en los payadores y éstos abunden también en criollismos, pero en el principio no ocurrió así, y tenemos una prueba (que nadie ha señalado) en el Martín Fierro.

El Martín Fierro está redactado en un español de entonación gauchesca y no nos deja olvidar durante mucho tiempo que es un gaucho el que canta; abunda en comparaciones tomadas de la vida pastoril; sin embargo, hay un pasaje famoso en que el autor olvida esta preocupación de color local y escribe en un español general, y no habla de temas vernáculos, sino de grandes temas abstractos, del tiempo, del espacio, del mar, de la noche. Me refiero a la payada entre Martín Fierro y el Moreno, que ocupa el fin de la segunda parte. Es como si el mismo Hernández hubiera querido indicar la diferencia entre su poesía gauchesca y la genuina poesía de los gauchos. Cuando esos dos gauchos, Fierro y el Moreno, se ponen a cantar, olvidan toda afectación gauchesca y abordan temas filosóficos. He podido comprobar lo mismo oyendo a payadores de las orillas; éstos rehuyen el versificar en orillero o lunfardo y tratan de expresarse con corrección. Desde luego fracasan, pero su propósito es hacer de la poesía algo alto; algo distinguido, podríamos decir con una sonrisa.

La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentino y en color local argentino me parece una equivocación. Si nos preguntan

qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no están el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina; sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.

Recuerdo ahora unos versos de La urna que parecen escritos para que no pueda decirse que es un libro argentino; son los que dicen: “…El sol en los tejados / y en las ventanas brilla. Ruiseñores / quieren decir que están enamorados”.

Aquí parece inevitable condenar: “El sol en los tejados y en las ventanas brilla”. Enrique Banchs escribió estos versos en un suburbio de Buenos Aires, y en los suburbios de Buenos Aires no hay tejados, sino azoteas; “ruiseñores quieren decir que están enamorados”; el ruiseñor es menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y germánica. Sin embargo, yo diría que en el manejo de estas imágenes convencionales, en esos tejados y en esos ruiseñores anómalos, no estarán desde luego la arquitectura ni la ornitología argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina; la circunstancia de que Blanchs, al hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los tejados y los ruiseñores, es significativa: significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad.

Además, no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiera negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos y latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.

He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local.

Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milongas, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.

Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra de Gûiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si comparamos Don Segundo Sombra con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del Misisipi. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que Gûiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hacía muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.

Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.

Pasemos a otra solución. Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los escritores argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido; yo muchas veces he prestado, a personas sin versación literaria especial, obras francesas e inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En cambio, cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he comprobado que estos libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje especial; por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina.

Llego a una tercera opinión que he leído hace poco sobre los escritores argentinos y la tradición, y que me ha asombrado mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos desvinculados del pasado; que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y Europa. Según este singular parecer, los argentinos estamos como en los primeros días de la creación; el hecho de buscar temas y procedimientos europeos es una ilusión, un error; debemos comprender que estamos esencialmente solos, y no podemos jugar a ser europeos.

Esta opinión me parece infundada. Comprendo que muchos la acepten, porque esta declaración de nuestra soledad, de nuestra perdición, de nuestro carácter primitivo tiene, como el existencialismo, los encantos de lo patético. Muchas personas pueden aceptar esta opinión porque una vez aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo, interesantes. Sin embargo, he observado que en nuestro país, precisamente por ser un país nuevo, hay un gran sentido del tiempo. Todo lo que ha ocurrido en Europa, los dramáticos acontecimientos de los últimos años de Europa, han resonado profundamente aquí. El hecho de que una persona fuera partidaria de los franquistas o de los republicanos durante la guerra civil española, o fuera partidaria de los nazis o de los aliados, ha determinado en muchos casos peleas y distanciamientos graves. Esto no ocurriría si estuviéramos desvinculados de Europa. En lo que se refiere a la historia argentina, creo que todos nosotros la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la cronología y por la sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de las guerras civiles, la guerra de la independencia, todo está, en el tiempo y en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.

¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental, porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; “por eso –dice- a un judío siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos por qué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.

Esto no quiere decir que todos los experimentos argentinos sean igualmente felices; creo que este problema de la tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y fugaz del eterno problema del determinismo. Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la mano derecha?; y luego la toco con la mano derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la mano izquierda hubiera sido un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la mano izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano. Lo mismo ocurre con los temas y procedimientos literarios. Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de igual modo que el hecho de tratar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra de Chaucer y de Shakespeare.

Creo, además, que todas estas discusiones previas sobre propósitos de ejecución literaria están basadas en el error de suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho. Tomemos el caso de Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser ignorada por éste; y recordó el caso de Swift que al escribir Los viajes de Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños. Platón dijo que los poetas son amanuenses de un dios, que los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima a una serie de anillos de hierro.

Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.

Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos también, buenos o tolerables escritores.

Carta de Miguel Cané a José Hernández

Sr. D. José Hernández

Estimado señor:

Hace algún tiempo, bajo el peso de un rudo golpe para mi corazón, recibí un libro suyo. Me fue imposible entonces agradecerle su atención, y estaba en el pesar de esa deuda, cuando me he encontrado con “La vuelta de Martín Fierro”.
Si tuviera el ánimo predispuesto a escribir esas cosas que solo nacen espontáneamente, sin que la voluntad más decidida pueda engendrarlas, habría arrojado sobre el papel más de un reflejo de las impresiones que sus estrofas han despertado en mi alma.
He ensayado y no puedo; quiero, por lo menos en esta desaliñada carta, decirle que he leído su libro, de un solo aliento, sin un momento de cansancio, deteniéndome solo en algunas coplas, iluminadas por un bello pensamiento, casi siempre negligentemente envuelto en incorrecta forma.
Algo que me ha encantado en su estilo, Hernández, es la ausencia absoluta de pretensión por su parte. Hay cierta lealtad delicada en el espíritu del poeta que se impone una forma humilde y que no sale de ella jamás por más que lo aguijoneen las galanuras del estilo. Usted ha hecho versos gauchescos, no como Ascasubi, para hacer reír al hombre culto del lenguaje del gaucho, sino para reflejar en el idioma de éste, su índole, sus pasiones, sus sufrimientos y sus esperanzas, tanto más intensas y sagradas cuanto más cerca están de la naturaleza.
¡Que se han vendido mas de 30 mil ejemplares de su libro, me dice alguien asombrado! Es que los versos de Martín Fierro tienen un objeto, un fin, casi he dicho una misión.
No hay allí la eterna personalidad del poeta, sobreponiéndose en su egoísmo a la palpitación de ese corazón colectivo que se llama humanidad.
Donde hay una masa de hombres, el drama humano es idéntico. En su Martín Fierro se encuentra la misma tristísima poesía, la misma filosofía desolada que en los versos de Caika Mouni, cantados en los albores de la historia humana; o en las estrofas de Leopardi, elevándose en el dintel de nuestro siglo como un presagio funesto para los hombres del porvenir.
Reúnase en una noche tranquila un grupo de gauchos alrededor de un fogón y léaseles, traducido por usted y en versos propios del alcance intelectual de esos hombres, el Otelo de Shakespeare. Tengo la profunda convicción que el espantoso estrago que los celos causan en el alma del Moro, despertará una emoción más grave en el corazón del gaucho, que en el del inglés que oye silencioso la soberbia tragedia, cómodamente arrellanado en su butaca de Queen's Theatre.
Hace bien en cantar para esos desheredados; el goce intelectual no sólo es una necesidad positiva de la vida para los espíritus cultivados, sino también para los hombres que están cerca del estado de naturaleza. Un gaucho debe gozar, al oír recitar las tristes aventuras de Martín Fierro, con igual intensidad que usted o yo con el último canto del Giaour o con las noches de Musset. Y esta secreta adoración que sentimos por esos altísimos poetas, el gaucho la sentirá por usted, que lo ha comprendido, que lo ha amado, que lo ha hecho llorar ante los nobles arranques de su propia naturaleza, tan desconocida para él. No se puede aspirar a una recompensa más dulce.
Lo he dicho al principio y se lo repito: su forma es incorrecta. Pero usted me contestará y con razón, a mi juicio, que esa incorrección está en la naturaleza del estilo adoptado. La corrección no es la belleza, aunque generalmente lo bello es correcto.
En esta estrofa, por ejemplo, habla usted de la mujer, de su alma siempre abierta a la caridad, y agrega:

Yo alabo al Eterno Padre
no porque las hizo bellas,
sino porque a todas ellas
les dio corazón de madre.

Ese verso es de estirpe real, mi amigo. Aunque la estrofa que lo precede y los dos primeros versos de aquélla a la que esa cuarteta pertenece, harían la desesperación de un retórico, la idea salva aquí todo.
Por ahí, al final, en el precioso canto de contrapunto entre Martín Fierro y un negro, encuentro otra perla, que se la transcribo de memoria. Es uno de esos versos que, una vez leídos, se instalan en el recuerdo, al lado de los huéspedes más queridos.

Habla el negro:

Bajo la frente más negra
hay pensamiento y hay vida.
La gente escuche tranquila.
No me hagan ningún reproche
también es negra la noche
y tiene estrellas que brillan.

¿Cuál es el canto de la noche?

La noche por cantos tiene
esos ruidos que uno siente
sin saber de dónde vienen.

Y esta estrofa, que califico de admirable, que bastaría para reconocer un poeta en aquel que la ha escrito, y que al mismo tiempo es una completa sinfonía, imitativa de los vagos rumores de la noche en nuestros campos desiertos:

Son los secretos misterios
que las tinieblas esconden;
son los ecos que responden
a la voz del que da un grito
como un lamento infinito
que viene no sé de dónde,

Y aquí, ante esa belleza, me acuerdo de Estanislao del Campo, que tiene en su Fausto más de una nota arrancada a la misma fibra.
No acabaría de citar, mi amigo; pero basta para manifestarle mi impresión.
Tengo curiosidad de saber qué vida habrá llevado usted para escribir esas cosas tan lindas y tan verdaderas, que no se trazan al resplandor de la pura y abstracta especulación, pero que se aprenden dejando en el camino de la vida algo de sí mismo: los débiles, la lana, como el carnero; los fuertes, sus entrañas, como el pelícano. No le digo ni la mitad de lo que quisiera; pero no he de concluir sin apretarle fuerte la mano y pedirle crea en la verdadera estimación que siento por su talento.

Su Afmo. S. y amigo:

Miguel Cané

Publicada en “El Nacional”, Buenos Aires, 22 de marzo 1879

Martín Fierro: documental



A lo largo del siglo XIX, en Hispanoamérica hay dos formas de entender la literatura, por una parte, se adoptan todas las corrientes que nacen en Europa, a veces quedan tal cual, pero, otras se remodelan y se reconvierten. La literatura es para estos escritores una forma de vincularse con las metrópolis.
Por otra parte, surge una literatura totalmente autóctona, nacionalista, con intenciones de divulgar los sentimientos patrióticos hacia las nuevas entidades nacionales que empezaban a forjarse. Dentro de esta corriente hay que situar un género que encontrará sus principales representantes en Argentina y Uruguay: es la poesía gauchesca.
Y de todos los poemas gauchescos, sin duda alguna, el más significativo es el de José Hernández: Martín Fierro.
En este reportaje, emitido por TN, se nos cuenta la génesis del Poema.

miércoles, 3 de junio de 2009

miércoles, 27 de mayo de 2009

El robot (Rodolfo Martínez)

I

Hacía varios días que nadie se dignaba venir por mi despacho. Ni el más aburrido cliente con el más estúpido, chabacano y facilón de los casos había aparecido por allí y yo empezaba a aburrirme. No es que el dinero me hiciera verdadera falta: tenía ahorrado lo suficiente como para tirar una temporada de asuntos anteriores, sobre todo del caso de la Abadía, y el llegar a fin de mes no era algo que me llegase a preocupar demasiado. Pero me aburría. Estar allí sentado, sin nada mejor que hacer que sonreírle de forma estúpida al holograma de Neoyorquia de la pared no era precisamente la idea que yo tenía respecto a la diversión.
Por eso cuando escuché el tintineo metálico que anunciaba que alguien acababa de entrar en la sala de espera no pude evitar que mi vista se alzara al cielo en un gesto mudo de agradecimiento. Una estupidez, lo sé. Poco después, alguien llamaba a mi puerta y, después del lacónico pase con el que respondí, entraba en mi despacho.
Era el padre Ors Beles, General de la Orden Soyatu, y no tuve problemas en reconocerle a pesar de sus ropas seglares; era difícil para un hombre como él pasar desapercibido, se vistiera como se vistiera: un cuerpo enorme, una barba castaña y poblada, un ceño eterno que acentuaba la dureza de sus facciones y el tono de voz más amable y comedido que uno pudiera imaginar. Hacía poco más de un año que no le veía, desde que me ayudara a salir de apuros en Candalo, un pueblo cercano a Drimar al que habíamos ido juntos y donde me había visto involucrado en una cadena de asesinatos que habían empezado con el de su sobrina. No era un mal tipo (para ser un soyatu, solía añadir yo precavidamente) y me había hecho varios favores que, hasta ahora, jamás había intentado cobrar. Al verle, no pude evitar el pensamiento de que había llegado la hora del pago. En cierta forma, no me equivocaba.
En efecto, tras los saludos preliminares y el mínimo de conversación intrascendente que su cortesía le permitía, Beles pasó enseguida al meollo del asunto.
-He venido a pedirle un favor -dijo. Traté de adoptar un actitud inexpresiva, pero no debí conseguirlo del todo-. No se preocupe -añadió, intentando sonreír y estando casi a punto de lograrlo, no le vamos a pedir el alma ni una fibra de su carne en una bandeja de plata. En realidad, lo que quiero es contratar sus servicios. Y, por supuesto, se le pagará por ellos.
-Ya -dije precavidamente-. ¿Y cuál es el asunto?
Beles trató de acomodar su cuerpo en el espacio minúsculo de la silla y, tras unos momentos de duda, dijo:
-¿Ha oído hablar de las Leyes Asimov?
-Claro, quién no. No se habla de otra cosa estos días.
-Entonces también habrá oído hablar de las investigaciones de la Corporación Cibernética, propiedad de la Orden.
-Sí. Intentaban crear una inteligencia artificial que se ajustase a las Leyes Asimov.
-Hicieron algo más que intentarlo, señor Córdal. Lo han conseguido.
Por unos instantes no supe qué decir. Me parecía estupendo que los de la CC hubieran obtenido un robot con las tan cacareadas tres leyes, pero no veía qué relación podía tener aquello conmigo.
-Por supuesto, no es algo que se haya desarrollado de forma repentina. A pesar de lo que la mayoría de la gente piensa al respecto, los avances tecnológicos solo surgen después de muchas pruebas y fracasos, después de años de frustraciones y tanteos. Llevamos bastante tiempo investigando en esa dirección y ya habíamos creado varios prototipos -no pude evitar una sonrisa ante su pomposo habíamos, como si él personalmente hubiera intervenido en el proceso-, sin embargo, no hemos tenido verdadero éxito hasta ahora. RLA-33, como se denomina al prototipo, ha superado ampliamente las expectativas de los técnicos.
-Ya veo.
-Naturalmente, el producto es susceptible de mejoras. Su conformación física es quizá algo primitiva, incluso un tanto aparatosa, tal vez. Pero no cabe duda de que es un primer paso importante.
-Desde luego.
-Bien. Pero el asunto es que necesitamos probarlo, y no hablo de un laboratorio, sino aquí, en el mundo real, en situaciones que sus diseñadores no hayan podido prever. No sé si me entiende.
-Creo que sí.
-Así que queremos que usted lo pruebe.
-¿Yo? Pero... no sé... quiero decir, mis conocimientos de robótica...
-Son nulos. Ya. Lo imagino. Pero eso no importa. Es incluso deseable. Lo que querríamos es que lo tuviera en su despacho con usted, que lo utilizara como... como recepcionista, podríamos decir. Simplemente eso. El robot grabará todo cuanto vea y oiga, incluidas sus propias reacciones; y de su enfrentamiento con las distintas personas que vengan por aquí podremos extraer importantes conocimientos para el desarrollo de futuros modelos.
-A ver si lo he entendido. Quiere que tenga aquí el robot para abrir la puerta, recoger los sombreros y servir unos refrescos. ¿Es eso?
-Exactamente. Quede claro que se le compensará por ello. Incluso, si se diera el caso de la pérdida de algún cliente a causa de la presencia del robot, sería adecuadamente indemnizado. ¿Qué me dice?
-Yo... De acuerdo, acepto.
Poco después, y tras un nuevo y breve intercambio de frases superfluas, Beles se fue. Durante lo que había durado nuestra entrevista, mi rostro se había mantenido impasible, sin revelar ni por un momento lo que realmente pensaba o sentía. Imagínense que son ustedes aficionados a la literatura de ciencia ficción del siglo XX, que se han leído todas las historias de robots de Asimov; de pronto alguien les viene con una proposición como la de Beles. ¿Cómo se sentirían? Ajá, exactamente así me sentía yo.

II

Llevaba un par de semanas con RLA-33 (las letras indicaban su nomenclatura: Robot con las Leyes Asimov, y el número hacía referencia al prototipo), y no podía evitarlo, estaba entusiasmado. Las reacciones de los clientes que había tenido durante aquel tiempo habían sido para todos los gustos: hubo alguno que dio media vuelta y echó a correr hacia los ascensores gritando no sé qué sobre monstruos y balbuceando la palabra Golem. Otros sonrieron divertidos e incrédulos y afirmaron encontrar el detalle muy chic, muy a la última, realmente pos, amigo, lo más pos que he visto en toda mi vida. Recuerdo uno (un tipo delgado con aspecto de no haber comido en años) que afirmó que con aquello estaba contribuyendo a la destrucción del planeta y del propio hombre y no me atizó de puro milagro, a pesar de la ostentosa chapa en su solapa que proclamaba en anglo antiguo: Give peace a chance. La mayoría, sin embargo (y aquello me intrigó) apenas le prestaron atención, como si fuera una parte más del mobiliario, otra silla, o quizá un carrito para las bebidas.
Los individuos de la Corporación que lo trajeron a mi despacho me dijeron que podía llamarle Ralo, y de esa forma me dirigía a él. Su aspecto, como Beles me había advertido, era bastante tosco: podía haber salido de cualquiera de aquellas películas de serie B del siglo XX: Planeta prohibido, o quizá Ultimatum a la Tierra. Su parecido a un ser humano era puramente funcional y no había en él rasgos que pudieran recordar a los del hombre. Pero, por otra parte, un robot era un robot, y no tenía por qué parecerse a un ser humano. Tenía una voz suave, sintetizada de forma muy convincente, en un tono eterno de amabilidad y calma que, a algunos de mis clientes que quisieron hablarle, les puso frenéticos.
A mí, sin embargo, me encantaba. A pesar de su apariencia claramente metálica y tosca, yo me sentía como el Lije Baley de aquellas novelas de Asimov siempre acompañado por el fiel y humaniforme R. Daneel Olivaw. Me gustaba realmente hablar con él. Nunca levantaba la voz, jamás discutía de forma acalorada y sostenía sus... opiniones (si se las puede llamar así) con una lógica suave y pausada, nunca agresiva. Otra de las cosas que me fascinaban de él era que tenía grabados en sus ficheros auxiliares todos los cuentos de robots que Asimov escribiera. Al parecer, los de la Corporación habían juzgado conveniente (no sé exactamente por qué, aunque me lo explicaron en una jerga ininteligible de la que apenas capté un par de palabras) que Ralo conociera sus antecedentes literarios. Muchas de nuestras conversaciones (de noche, en el despacho, con las luces apagadas y sus ojos multifacetados brillando en la oscuridad) giraban en torno a esas historias.
Por ejemplo, yo le decía:
-¿Qué habrías hecho de estar en la situación de RB-34? -me refería a un robot que había adquirido propiedades telepáticas y a causa de ellas se había visto en un dilema lógico: si decía la verdad causaba daño a un ser humano, algo que la Primera Ley prohibía; si mentía también lo causaba. El robot no tenía forma alguna de enfrentarse al dilema y su mente quedó convertida en un trozo humeante de chatarra.
-Bien, señor Córdal -siempre se dirigía a mí de esa forma, por más que lo intenté no conseguí nunca que me llamara Roy-, es una cuestión interesante, sin duda. Sin embargo la respuesta es obvia: fingiría carecer de poderes telepáticos para no verme sometido a tal dilema.
-Eso sería mentir.
-No exactamente. En ningún momento deformaría la verdad, me limitaría a no hacerla visible. Sin embargo, aun en el caso de que mintiera, la Primera Ley me obligaría a ello para no causar un daño innecesario a los seres humanos.
-De acuerdo, pero suponte que a pesar de todo logran colocarte en una situación en la que, hagas lo que hagas, causarás daño.
-Bueno. Es obvio que RB-34 era un modelo más bien primitivo. La solución evidente es que optaría por el menor de los males en mi consideración. Desde luego, no habría bloqueo mental.
Trataba a veces de ponerlo en situaciones hipotéticas en las que tuviera que transgredir alguna de las Leyes Asimov. Intentaba obligar a que desobedeciera la orden de un ser humano, contraviniendo así la Segunda Ley pero sólo se avenía a ello en caso de que fuera necesario para no causar daño a un hombre, a lo que le obligaba la Primera Ley. Otras veces, intentaba que se protegiera ante un ataque, de acuerdo a lo que dictaba la Tercera Ley, pero si este ataque provenía de un hombre, su "instinto" de preservación cedía siempre a causa del mayor potencial de las primeras dos leyes. Esto último, sin embargo, había sufrido una sutil alteración con respecto a como eran los robots asimovianos. Un humano podía darle a Ralo cualquier orden y este la cumpliría (mientras no afectase a la Primera Ley) a menos que esta implicara que el robot se causara daño a sí mismo. Evidentemente, los de la CC no iban a perder los millones que habían invertido en Ralo sólo porque algún gracioso le ordenase tirarse por la ventana.
Otras veces hablábamos de cómo las tres leyes le afectaban internamente. Qué "sentía" (si se puede aplicar tal palabra) al cumplirlas o al intentar transgredirlas.
-Eso es absurdo -me decía-. Ni siquiera el pensamiento de la transgresión está permitido. Eso supondría un bloqueo mental completo e irreversible. En realidad es muy simple. Mi cerebro, o si lo prefiere, mi unidad procesadora, no ha sido diseñada para ir contra las leyes, de la misma forma que sus pulmones no lo han sido para procesar el agua y extraer el oxígeno disuelto en ella. Como he dicho, es simple.
-Sí, pero, ¿no te gustaría no estar sometido a ellas, ser libre?
-Me temo que traslada usted conceptos humanos a terrenos donde no son aplicables. Nada me puede gustar ni disgustar. No siento deseos. Tengo un programa interno y me atengo a las instrucciones que este me dicta. Imagino que si mi programa me dictase que fuera libre podría serio. La verdad es que es algo que escapa a mi comprensión.
-¿Y si hubiera alguna forma de transgredir las Leyes, algo en lo que tus diseñadores no hubieran reparado?
-No la hay, señor Córdal, créame.
-¿No? ¿Estás seguro? ¿Recuerdas el relato de Asimov "Para que vos cuidéis de él"?
-Sí, lo recuerdo muy bien -cómo podría ser de otra forma, pensé-. Y he de decir que considero que, desde el punto de vista meramente cibernética, tal historia es un fracaso. Su solución no es válida.
-Tal vez a ti no te parezca válida a causa de tu programación.
-Tal vez. Sin embargo yo no puedo escapar a mi programación. Eso es un hecho. Por lo tanto, debo seguir afirmando que la solución no es válida.
-¿Seguro? ¿Y si tu vida fuese amenazada? ¿No cambiaría entonces tu opinión?
-Señor, Córdal, mi opinión, como usted dice, sólo puede ser cambiada reprogramándome. Y

desde luego, yo no puedo hacerlo. Ha de ser un programador quien lo haga. En realidad no soy muy distinto a un libro. Una vez escrito, este no puede cambiarse a no ser que alguien lo reescriba o lo corrija. Yo soy lo que otros han escrito, si me permite la expresión, y solo esos otros pueden cambiarme, reescribirme. Yo no.

III

Ralo estuvo conmigo algo más de dos meses. Luego, los tipos de la Corporación que lo habían traído volvieron a llevárselo al laboratorio. No esperaba tener más noticias de ellos, aparte del cheque que un par de días más tarde ingresaron en mi cuenta, pero apenas una semana después la puerta de mi despacho volvió a abrirse y el padre Beles entró de nuevo por ella.
-Señor Córdal -dijo casi antes de que hubiera tenido tiempo de entrar-. Sus servicios son de nuevo necesarios.
-¿Qué ocurre?
-Se ha cometido un asesinato. En la Corporación. Y todas la evidencias apuntan a que solo pudo haberlo cometido el robot.
-¿Ralo? Pero eso es...
-¿Imposible? Tal vez. Pero así ha sido. Créame, estoy tan perplejo como usted mismo, pero sólo el robot pudo haberle matado, nadie más tuvo la oportunidad. Nadie más.

IV

No lo podía evitar: el edificio de la Corporación Cibernética siempre me recordaría al de la Tyrell Corporation de Blade Runner. Era un mastodóntico rascacielos con forma de pirámide truncada que sobresalía por encima de los demás edificios de Neoyorquia como Goliat en mitad de un ejército de enanos. Estaba cubierto de un material llamado plastividrio que reflejaba la luz del sol de una manera que hacía imposible mirarlo de frente. Sin embargo, cuando llegamos allá en el reactor particular de Beles (íbamos a posarnos en el puerto del tejado) estaba casi anocheciendo y la luz que reflejaba era escasa. Así y todo no pude menos que sobrecogerme ante aquel monstruo arquitectónico que convertía en meros juguetes a los rascacielos de la isla de Manjatan en el siglo XX, ahora en ruinas.
Aterrizamos en una bruñida y metálica plataforma sobre la que el viento aullaba como una vieja melancólica. Me sujeté el sombrero con la mano mientras, penosamente, avanzábamos hacia la puerta del ascensor, donde una representación de técnicos (eso parecían) nos esperaba. Una vez allí, y franqueado el umbral, la puerta se cerró a nuestras espaldas con un silbido casi inaudible y el aullido del viento murió con apenas un suspiro resignado.
-Señor Córdal -dijo el padre Beles, haciendo las presentaciones-. Estos son los doctores Yorodosky y Sanders. Y este es el señor Alxander Martino, presidente de la Corporación. Estreché las manos que me tendían mientras Beles pulsaba un botón en el tablero del ascensor.
-¿Podrían explicarme cómo ocurrió? -pregunté cuando el ascensor empezaba a descender-. Sólo conozco lo superficial del caso, y quisiera enterarme de los detalles antes de empezar la investigación.
-Bueno -dijo Martino-. Los doctores podrán explicárselo mejor que yo. Ellos dos son quienes diseñaron a RLA-33. Ellos... y la víctima.
-¿Doctores? -inquirí, dirigiéndome a ellos.
-Sí, bien -dijo Yorodosky-. Sanders, Chi-Min y yo somos... éramos los padres de la criatura, por decirlo de algún modo -esbozó una sonrisa triste-. Dígame, señor Córdal, ¿qué sabe de robótica?
-Prácticamente nada, me temo -reconocí-. Soy un entusiasta de la literatura de ciencia ficción del siglo veinte. Lo poco que sé del asunto es a través de ella, de los cuentos de Asimov, sobre todo.
-Buen -dijo Sanders-. Podría ser peor. Espero que resulte suficiente. Verá, quisimos construir un robot inteligente, una maquina al borde mismo de la autoconsciencia, con capacidad para aprender, relacionar lo que aprendía y extraer de ahí sus propias conclusiones. Construimos treinta y dos prototipos antes que RLA-33, y ninguno de ellos era lo que queríamos -en ese momento el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Salimos, mientras Sanders continuaba hablando-. No es que se pudieran considerar como fracasos completos, entiéndanme bien, de cada modelo siempre aprendíamos algo que aplicábamos en el siguiente, y algunos de ellos les habrían parecido logros increíbles a los roboticistas pre Interregno. Pero hasta la construcción de RLA-33 no consideramos que hubiéramos obtenido un verdadero éxito. En realidad, si he de serle sincero, superó nuestras más amplias expectativas. Era realmente inteligente, no sólo lógico, sino inteligente, si comprende lo que quiero decir.
-Dice usted era. ¿Ha sido destruido el robot? -No, en absoluto, señor Córdal, por supuesto que no. Está incomunicado, naturalmente, y bajo vigilancia constante, pero no se le ha causado... eh... daño alguno, si se le puede causar daño a un robot. No, si me refiero a él en pasado es porque, en cierta forma, supuso un fracaso -y más que en cierta forma, pensé yo, si realmente Ralo había matado a un hombre-. Porque, verá, no sólo queríamos construir una máquina racional, queríamos que, con toda su inteligencia, fuera siempre una herramienta al servicio del hombre, siempre guiado y dominado por las Tres Leyes. Pero lo que ha ocurrido... aún no lo entiendo. La implantación de las Leyes era la parte más segura de todo el proceso, lo primero en lo que experimentamos. En los modelos anteriores todos las tenían, las cumplían a la perfección, quizá incluso demasiado perfectamente en ocasiones -sonrió, como recordando algo-. En cierta ocasión, un prototipo (creo que fue RLA-19) no me permitió prepararme un bocadillo en su presencia: tenía miedo de que me cortase con el cuchillo. Aun no puedo comprender cómo ha pasado esto.
-Pero, cuando estuvo conmigo...
-Sí, lo sabemos -intervino Yorodosky-. Hemos estudiado las grabaciones. No había nada anormal en él. Como él mismo le dijo a usted en una ocasión, el cumplimiento de las Leyes era una necesidad en él, como para nosotros respirar, o así debió haber sido. No lo entiendo.
Me encogí de hombros. Tampoco yo lo entendía y, lo que era más, no veía qué iba a poder hacer en todo aquel asunto. Mis conocimientos sobre robots, como les había dicho ya a aquellos individuos, se limitaban al recuerdo de un puñado de cuentos dispersos de ciencia ficción.
-Hemos llegado -dijo Yorodosky-. Aquí está el robot.
Cruzamos una puerta y entramos en una sala donde había un par de guardias de seguridad y un individuo de bata blanca. En la pared se veía un inmenso cristal que daba a otra habitación, donde estaba el robot: de pie, en una esquina, absolutamente inmóvil.
-El cristal está polarizado, supongo -dije.
-Así es, señor Córdal -dijo Sánders-. Nosotros le vemos, pero él a nosotros no. Permítame que le presente al doctor Esmíderson. También está en el proyecto. Es el encargado de los receptores visuales y auditivos de RLA-33.
Estreché la mano que el de la bata blanca me tendía y luego me acerqué al cristal.
-¿Lleva así mucho tiempo?
-¿Sin moverse? Prácticamente desde que le metimos ahí. Si uno le habla responde, y si se le ordena moverse lo hace, pero mientras le dejemos tranquilo, permanecerá inmóvil.
Me aparté de allí y me volví a los doctores.
-Bien. ¿Quieren contarme ahora cómo ocurrió?
-Sí, claro. En realidad no hay mucho que contar, todo fue muy simple y muy rápido. El doctor Chi-Min entró en la habitación donde estaba RLA-33. Es un cuarto que puede ser cerrado herméticamente desde el interior y sólo dando una orden verbal concreta puede abrirse de nuevo, y esa orden debe ser modulada por una garganta humana. En caso contrario la puerta no responde. Además, siempre hay un guardia de seguridad en el exterior, junto a la puerta. No es que creyéramos esto necesario, pero la Orden había insistido en que se extremasen las medidas de seguridad. El doctor Chi-Min estuvo varios minutos dentro. Luego, el robot le atacó. Eso fue todo.
-¿Cómo lo saben?
-No pudo haber sido de otra forma. Sólo el doctor y el prototipo estaban en la habitación. No había nadie más.
-¿No pudo el propio doctor ... ?
-Imposible. Un suicidio queda fuera de cuestión. Tenía el cráneo completamente destrozado. No es algo que pudiera haberse hecho a sí mismo.
-¿Cómo es que no vieron lo que ocurrió? ¿No tienen cámaras?
-Las que vigilaban esa habitación estaban desconectadas. Encontramos las huellas dactilares de Chi-Min en el equipo. Aun no entiendo por qué hizo tal cosa.
Tampoco yo lo entendía.
-Supongo que el guardia de seguridad fue investigado.
-Sí, señor Córdal. Se ha comprobado que Chi-Min entró solo en el cuarto. Una vez dentro, y con la puerta cerrada, nadie podría entrar en él.
-¿Entonces cómo sacaron al robot y el cadáver?
Martino sonrió, nervioso. -Yo di la orden desde el ordenador central, usando mi código de prioridad. Nadie más podría hacerlo -dudó unos instantes-. Tengo coartada para el momento del crimen -añadió, precavidamente.
-Además -intervino Yorodosky-. Cuando RLA-33 fue interrogado se confesó autor del crimen.
-Hmm. Podría mentir, ¿no? Quiero decir, Ralo podía saber que si ustedes cogían al verdadero culpable se le causaría daño. La primera Ley le obligaría a mentir para protegerle.
-Sí, contemplamos esa posibilidad. Pero parece físicamente imposible que nadie más entrara en la habitación. Sólo el robot pudo haberle matado.
-Bueno, entonces está claro, el robot es el asesino. No veo para qué me necesitan.
Ahora fue Beles quien habló.
-En realidad fue idea mía. Verá, señor Córdal, usted convivió con el robot un tiempo relativamente largo, sostuvo con él conversaciones, lo sabemos por las grabaciones, largas y en profundidad. Además, como detective conoce la mentalidad de un criminal mejor que nosotros. Mi
idea era que, si existía alguna posibilidad de que RLA-33 no hubiera cometido el crimen usted la encontrase y en caso contrario nos dijera por qué lo había hecho.
Enarqué las cejas y soplé con fuerza.
-Me ha metido un buen aprieto -dije-. La verdad, no tengo muchas esperanzas de conseguir algo positivo. Mi supuesto conocimiento de la mente criminal se limita a la humana. De todas formas lo intentaré, aunque no puedo prometerles nada.
-Tampoco lo esperamos.
-Bien, entonces, si son tan amables, quiero dos cosas. Primera: hablar con el robot, a solas. Ustedes pueden vigilar desde aquí y si creen que estoy en peligro sacarme de la habitación, o lo que sea. Y en segundo lugar, que alguien me prepare un resumen de los trabajos sobre Ralo: qué habían hecho, qué pensaban hacer, todo eso. Y en un lenguaje lo menos técnico posible, por favor, recuerden que soy un lego en la materia.
-Como desee. Supongo que los doctores pueden prepararle el resumen mientras habla con el robot -dijo Beles.
-Bien. Entonces, vamos allá.

V

Entré en la habitación. Ralo estaba allí, de pie, inmóvil por completo. Nada en él indicó que hubiera notado mi presencia, ni el menor de los gestos, ni un leve volverse de sus ojos brillantes y multifacetados. Como una estatua.
-Hola, Ralo -dije, pasados unos segundos.
-Hola, señor Córdal. Imagino por qué está usted aquí, señor.
-Ya. Y yo imaginaba que lo imaginarías sonreí ante el retruécano-. Bueno, Ralo, espero que me puedas ayudar.
-Temo no poder hacerlo, señor Córdal.
-¿No? No tienes más que decir la verdad.
No hubo respuesta.
-Vamos a ver, Ralo, vayamos por partes. Tú estabas aquí, o en alguna otra habitación similar. El doctor Chi-Min entró en ella y entonces... entonces, ¿qué ocurrió?
-Interrumpí sus funciones vitales. Le maté, si prefiere ese término.
-Es decir, le hiciste daño. Pero la Primera Ley no te permitía hacer daño a un ser humano, ¿no es cierto?
De nuevo el silencio.
-Recuerda nuestras conversaciones en mi despacho. Me contaste que no podías incumplir las leyes, que incluso el menor pensamiento de transgresión estaba castigado con un bloqueo mental absoluto e irreversible. Es así, ¿verdad?
-En efecto.
-Y sin embargo, si lo que dices es cierto, tú has matado, has ido mucho más allá del simple pensamiento de causar daño: lo has causado. No veo que hayas sufrido un bloqueo mental. ¿Lo has sufrido?
-Resulta evidente que no, señor Córdal.
-Sí, evidente, eso me pareció a mí también. Entonces, si no has sufrido bloqueo alguno, tenemos que pensar que no has transgredido la ley y, por tanto, no has matado a Chi-Min. ¿Estoy en lo cierto?
Por tercera vez, mi pregunta no fue respondida.
-Veamos, pensemos un momento. Tú no has incumplido ninguna ley, no eres el asesino. Por tanto el asesino es otro, un ser humano. Tú callas para protegerle, pues sabes que, si averiguásemos quién es, sería castigado. El evitar que hagan daño a un ser humano, aunque sea un asesino, te obliga a mentir, ¿no es así? -no esperé respuesta. ¿Y si te dijera que el asesino no sería castigado? ¿O no crees quizá en mi palabra?
-Creo en ella, señor Córdal. Simplemente no hay tal asesino humano. Yo maté al doctor Chi-Min.
-¿Y por qué? ¿Guardas silencio de nuevo? ¿No comprendes que si no nos explicas tus motives creeremos que mientes para proteger a alguien y le buscaremos? Tal vez nos equivoquemos y el peso de la justicia caiga sobre un hombre inocente. Quizá le condenemos a prisión, o a muerte. ¿Vas a permitir con tu silencio que lo hagamos? Un hombre ya ha sufrido un daño irreversible. ¿Permitirás que se lo causen a otro?
Nada. Era completamente inútil. Simplemente, cuando llegaba a aquel punto, el robot se negaba a contestar. Lo intenté de todas las maneras posibles, apelando a la Primera Ley, a la Segunda, a la Tercera, exprimiéndome el cerebro hasta que ya no pude más. Pero era como darle de puñetazos a una montaña. Cuando llegábamos a un punto de donde podía haber salido algo, Ralo se encerraba en su mutismo de estatua y había que empezar la conversación desde el principio.
-Vamos, Ralo -dije al fin, al borde de la exasperación-. Te ordeno que me digas por qué mataste a Chi-Min. Te estoy dando una orden.
-Lo siento, señor Córdal. Es una orden que me veo imposibilitado de obedecer.
-La segunda ley te obliga a doblegarte a las órdenes de un ser humano. Sólo puedes transgredirla si la Primera Ley se ve afectada. Por tanto, no eres el asesino y estás protegiendo a alguien.
Pero al llegar ahí se cerró otra vez sobre sí mismo y no dijo nada. Permanecí algún tiempo más en la habitación, argumentando con el robot, pero ya sin fuerza alguna. Al final, gastados ya todos mi razonamientos, mis súplicas, mis amenazas, me di por vencido. Por aquel camino no había nada que hacer.
Cogí el sombrero y salí de la habitación.

VI

-No lo ha hecho nada mal, Córdal, yo mismo no hubiera dirigido mejor la conversación con el robot -me dijo Yorodosky cuando entré en la sala donde me esperaban los demás.
Me encogí de hombros. Ser un fanático de la literatura y el cine anteriores al Interregno tenía que servirme para algo, pensaba, aunque me abstuve de comentar nada en voz alta. El tiempo pasaba sin que viera la solución de aquel asunto más cercana que cuando había empezado y lo que menos deseaba en aquellos momentos era iniciar una mesa redonda sobre mis aficiones. En lugar de eso, pregunté por el informe que les había pedido.
-Sí, ya está -dijo Sánders-. Puede leerlo en este mismo monitor. Aunque me temo que no lo hemos podido hacer todo lo exhaustivo que hubiéramos deseado. En tan poco tiempo...
-Ya me las arreglaré -respondí, sentándome frente al monitor y empezando a leer.
En realidad, una vez separada la paja técnica, no había mucho, y lo que había no resultaba demasiado interesante: un recuento de las distintas pruebas a que habían sometido a Ralo, incluida su estancia conmigo, y los resultados observados en el comportamiento del robot. Pude observar una cosa, sin embargo, a medida que iba a leyendo: el director del proyecto, el jefazo, el genio de las grandes ideas, el principal creador del robot, había sido precisamente Chi-Min. No pude evitar una sonrisa: el nuevo monstruo de Frankenstein, pensé, el viejo mito del creador destruido por su criatura.
Aún faltaban un par de páginas del informe, pero decidí dejarlo. Por un lado no creía que aquello pudiera aclararme realmente mucho, y por el otro tenía ciertas sospechas que deseaba confirmar. Así que me volví a los doctores y pregunté:
-Díganme una cosa, ¿se han efectuado cambios en la programación del robot desde que estuvo conmigo?
Yorodosky y Sanders intercambiaron una mirada. El primero dijo:
-Nosotros no. Nos limitamos a someter al robot a las pruebas que consideremos necesarias. El único que podía alterar su programación era Chi-Min. Sin embargo...
-¿Sí?
-Bueno... no creo que por ahí llegue a ninguna parte. Todos los nuevos programas o las modificaciones de los antiguos, antes de ser introducidos en el robot son filtrados por el ordenador central de la Corporación, y éste se asegura de que las Tres Leyes no se vean afectadas. Incluso, si el ordenador dejara pasar algo que contraviniera alguna de las Leyes, el resultado no sería la transgresión de éstas, sino el aniquilamiento cerebral del robot.
-Ya. 0 sea, cualquier cambio que Chi-Min introdujera en el robot no podría haber afectado a las Tres Leyes. De acuerdo. Sin embargo, ¿introdujo algún cambio?
-Creemos que sí.
-¿Creen? -Verá, sólo él tenía acceso a los programas que diseñaba para RLA-33. Estaban sujetos a una clave que sólo él conocía. Así que no teníamos forma de saber en qué consistían esos programas. Pero ya le he dicho que, fueran los que fueran...
-Sí, sí, de acuerdo. Pero hábleme de ese programa que cree que Chi-Min introdujo.
-En realidad le puedo decir poco. Ni siquiera sabemos si era un programa completamente nuevo o la modificación de uno anterior. Está en el banco de datos del ordenador central, por supuesto, pero para acceder a él se necesita la clave de Chi-Min, y sólo él sabía cuál era. Lo único que podemos decirle es la denominación del fichero, el nombre del programa, pero no creo que le sirva de ayuda.
-Deje que yo decida eso. ¿Cuál era el nombre?
-V. 0. S.
¿V. 0. S.? ¿Qué era aquello? V. 0. S., tres letras sin el menor sentido, y, sin embargo, algo había hecho click dentro de mi cabeza al escucharlas.
-¿Estaba así el nombre? -pregunté, escribiéndolo en un papel, completamente en mayúsculas.
Yorodosky dudó unos momentos.
-Ahora que lo dice... no. Es algo extraño, porque los nombres se suelen escribir en mayúsculas, es la tradición, aunque el ordenador acepta tanto mayúsculas como minúsculas. Sin embargo, en esta ocasión... no sé, quizá Chi-Min estaba cansado y no se dio cuenta de lo que hacía. Verá, la primera letra es mayúscula, pero las otras dos no.
-¿Así? -pregunté escribiendo de nuevo el nombre en el papel, pero ahora de esta forma: Vos.
-Sí, eso es, tal y como le he dicho.
Maldita sea, era eso, tenía que serlo. Pero, incluso así... No, por sí solo no servía para explicar el asunto, tenía que haber algo más, algo como... ¡claro!
-Dígame, doctor, ¿cuál iba a ser el futuro de Ralo?
-¿Su futuro? -Sí, cuando ya le hubieran investigado a fondo y tuviesen los datos suficientes como para desarrollar un prototipo superior a él, cuando ya no lo necesitasen.
-Bueno, el doctor Chi-Min pensaba... En realidad se trataba de una mera posibilidad, nunca llegamos a hablar de ello como de algo definitivo, pero... En fin, él pensaba desmantelar el cuerpo de RLA-33 y dejar sólo su procesador, su cerebro. Cómo lo diría, en cierta forma su idea era convertirlo en un ordenador inteligente. Solía decir que era una buena forma de no perder el dinero que habíamos invertido en el robot una vez éste careciese de utilidad.
-¿Y cómo lo habrían hecho, quiero decir, cuál habría sido el proceso para convertirlo en un ordenador?
-Bueno, primero se le desconectaría, de forma temporal, por supuesto, y su cuerpo seguramente habría pasado al museo de la Corporación. Luego, es un proceso complicado, pero básicamente, su procesador sería introducido en una caja a la que se le añadirían los distintos periféricos: teclado, sintetizador, un monitor, un micrófono, ya sabe.
-¿Y su memoria?
-¿Cómo?
-Sí, me ha dicho que sólo utilizarían el procesador del robot. ¿Qué pasaría con su memoria, la perdería?
-Bueno, le sería extraída y sus datos grabados. Cuando despertase, por así decirlo, como un ordenador, no tendría el menor recuerdo de... de su existencia anterior.
-Ya veo. ¿Y le comentó Chi-Min eso al robot en alguna ocasión?
-No se lo podría decir con seguridad, pero entra dentro de lo probable. A Chi-Min le gustaba poner a RLA-33 en las situaciones más diversas, para ver cómo reaccionaba. Es muy posible que se lo dijera.
-¿Qué opina usted, doctor Sánders?
-Sí, también lo creo.
-¿Doctor Esmíderson?
-Pienso que mis compañeros tienen razón.
Bien, bien, eso era. Pero ahora tenía que encontrar una forma de demostrarlo, o aquellos sesudos científicos no me harían el menor caso. Tenía que arreglármelas para... Sí, podía funcionar. Me dirigí a uno de los guardias de seguridad.
-Escuche. Voy a entrar de nuevo donde el robot. Quiero que usted venga conmigo y se traiga su fusil de alta energía. Doctor Yorodosky, me gustaría que viniera usted también. Y les pediré una cosa: haga yo lo que haga, síganme la corriente, no intenten detenerme.
-¿Es que ... ?
-Eso creo. Pero ahora hay que demostrarlo. Vengan conmigo, por favor.

VII

Entramos de nuevo en la habitación. Allí seguía Ralo, en la misma postura en que yo le había dejado. No se movió tampoco ahora al verme entrar.
-Escucha, Ralo -dije tras unos segundos-. Voy a matar al doctor Yorodosky -desenfundé mi pistola. El guardia y el científico me miraron, inquietos, pero no hicieron un solo movimiento-. Tú puedes salvarle, pero si lo intentas el guardia tiene orden de disparar contra ti. Con toda seguridad llegarás a tiempo para impedir que mate al doctor, pero tú quedarás sin duda destruido. ¿Has entendido? No dijo nada.
-Bien. Ahora contaré mentalmente hasta diez y dispararé. Empecé a contar. Uno. Dos. El robot seguía sin moverse. Tres. Cuatro. Nada. Cinco. El sudor resbalaba por mi frente, la palma de la mano que sostenía la pistola estaba húmeda y resbaladiza. Seis. Siete. Ralo continuaba inmóvil. Ocho. Todavía ni el menor movimiento. Nueve...
-Es inútil, señor Córdal. Puede usted disparar cuando quiera. No intentaré salvar al doctor Yorodsky.
Aparté el dedo del gatillo y guardé la pistola.
-Vámonos -dije.

VIII

-Ahí tienen a su asesino -dije, señalando al robot a través del cristal-. O quizá debería decir: ahí tienen el arma usada por el asesino. El verdadero criminal está ya fuera de nuestro alcance.
-¿Qué quiere decir? -preguntó Yorodosky, aún atónito tras la escena anterior.
-Que fue el propio Chi-Min el causante de su muerte. Si de forma involuntario o con plena conciencia de lo que hacía, no creo que lleguemos a saberlo nunca.
-No... no lo entiendo -dijo Sánders.
Miré a mi alrededor. Por la expresión de los rostros que me contemplaban era evidente que aquella frase expresaba la opinión general.
-Escuchen. Para ustedes resultaba inconcebible que Ralo no estuviera sometido a la primera ley, ¿no es así? Por lo tanto había dos posibilidades: o bien el robot había sido modificado de forma accidental y se le había borrado, por decirlo de un modo simple, la primera Ley, o bien él no era el asesino y mentía, en virtud de la primera Ley, para proteger a alguien. Hasta aquí todos estamos de acuerdo, ¿no?
Asentimiento general de cabezas.
-Para mí estaba claro que el robot seguía sujeto a las Tres Leyes. Ustedes mismos me han dicho que cada nuevo programa era comprobado por el ordenador central en busca de algo que pudiera afectarlas. Para mí, pues, resultaba evidente que Ralo mentía para proteger a un ser humano, el auténtico asesino, del castigo por su crimen. Estaba en lo cierto, pero al mismo tiempo me equivocaba: protegía a alguien, sí, pero no mentía en absoluto. Él era el asesino. Y se estaba protegiendo a sí mismo.
Recuerden: ¿cuál era el nombre del programa que Chi-Min introdujo esta semana en el robot? Vos, la primera letra mayúscula, las otras dos minúsculas. ¿Un despiste al teclear el nombre? Absurdo. Si te despistas tecleas todo en minúsculas o todo en mayúsculas, no alternas unas con otras. Era un hecho completamente intencionado, algo que daba una pista de la verdadera naturaleza del programa para quien lo supiera ver. ¿No les dice nada, en relación con un robot, la palabra Vos?
Nadie respondió.
-¿No recuerdan la historia de Asimov "Para que vos cuidéis de él"? ¿No recuerdan cuál es la clave del argumento de ese relato, la frase: Qué es el hombre, para que Vos cuidéis de él? ¿Y cuál es la conclusión a la que se llega? Que si la definición de ser humano es alterada, la Primera Ley cambia su sentido, sin necesidad de que sea modificada. ¿Lo ven ahora?
-¿Quiere decir que Chi-Min alteró la primera Ley?
-¿Es que no me escuchan? Claro que no, Chi-Min no les tocó un pelo a las preciosas Tres Leyes. No era esa su idea y, aunque hubiera querido, le habría resultado imposible. No, con su programa hizo algo que en apariencia no las afecta, pero que en definitiva altera por completo su significado. Chi-Min, con su programa Vos hizo que el robot empezara a preguntarse qué era realmente un ser humano, y que modificara, en última instancia, la definición de tal. Y se lo repito: si la definición de ser humano no está clara, la Primera Ley, y en consecuencia las tres, carece de valor. Ralo, a causa del programa de Chi-Min, llegó a la conclusión de que él era también un ser humano, y por tanto, el imperativo de preservar la vida del hombre podía aplicársela también a él. Si alguien intentaba hacerle daño, tenía que defenderse, ya no en virtud de la Tercera Ley, sometida a las otras dos, sino impulsado por el imperativo máximo de la Primera Ley. ¿Y qué pretendía hacer Chi-Min? Desconectarle, robarle su movilidad y sus recuerdos, su personalidad, en definitiva. No podía consentirlo, y, por tanto, en defensa propia, mató al doctor.
-Pero... pero aunque fuese como usted afirma. El doctor era también un ser humano. La primera ley...
-Recuerde cuando Ralo estaba conmigo. Una vez traté de ponerle en un dilema, en una situación en la que, actuara como actuara, dañaría a un hombre. Su respuesta fue: optaría por el menor de los daños. Obviamente para Ralo, el daño de la muerte de Chi-Min era menor al de su desconexión y pérdida de recuerdos. ¿Comprenden ahora lo que intenté allí dentro? En virtud de la primera Ley, el robot debió intentar salvar a Yorodosky, aunque el guardia le destruyera. Pero no fue eso lo que hizo, permaneció quieto y me dijo que disparase cuando quisiera. Él no iba a arriesgar su valiosa vida en salvar la de otro. De nuevo optaba por el mal menor.

IX

-¿Qué han averiguado? -le pregunté al padre Beles un par de días más tarde, cuando vino a verme a mi despacho.
-Tenía usted razón, Señor Córdal. Han sometido al robot a distintas pruebas siguiendo su hipótesis y los resultados han sido concluyentes. Están intentando bloquear el código del programa de Chi-Min y ver en qué consistía concretamente. Aunque supongo que resultará más o menos lo que usted dijo. Fue un buen trabajo.
-Tuve mucha suerte -dije, encogiéndome de hombros.
-Sí, la suerte ayudó, sin duda, pero la mayor parte del mérito le corresponde a usted.
-¿Y qué van a hacer ahora?
-La Corporación seguirá investigando, ¿qué si no? Puede, incluso, si llegamos a destripar el programa de Chi-Min, que hagamos volver al robot a la normalidad, al cumplimiento de las Leyes.
-En realidad él las cumplió siempre -dije yo. Interpretó de forma literal su significado y actuó en consecuencia. El problema no estaba en las Leyes.
-Sí, supongo que tiene razón. Me pregunto por qué haría eso Chi-Min, por qué hizo que el robot modificase la definición de ser humano. Me gustaría saber si fue un simple afán de experimentar o era consciente de que lo que hacía causaría su muerte. Aunque temo que nunca lo sepamos. En fin, tengo que irme, señor Córdal. Llevo demasiado tiempo ausente de la Abadía y mis deberes en el Generalato me reclaman. Supongo que volveremos a vernos.
-Ya sabe dónde está mi despacho, padre Beles. Si me necesita para alguna otra vanalidad... no sé, construir un motor de hiperpropulsión o algo así no tiene más que llamarme.
Sonrió apenas.
-Así lo haré, señor Córdal. Buenas tardes.
-Buenas tarde, padre.
Se fue, haciendo pasar con dificultad su enorme cuerpo por el hueco de la puerta. Yo me quedé allí, solo, reflexionando, pensando quizá en el destino que le aguardaba a Ralo. Pobre robot, no puede evitar pensar, víctima de los palos de ciego de la ciencia.
Ah, vamos, Roy, no te pongas moralista, no te sienta bien. Piensa mejor en lo orgulloso que Lije Baley se sentiría de ti. ¿Orgulloso? ¿Orgulloso por haber descubierto que R. Daneel era el asesino? Bueno, nadie es perfecto.
Me levanté de la silla y miré por la ventana. Estaba anocheciendo y el sol moribundo se reflejaba en la pirámide truncada del edificio de la Corporación cibernética. Un día más que se iba, pensé.